por Alberto Mingardi
  
Alberto Mingardi es Director General del Instituto Bruno Leoni, Milán.
Los líderes europeos se han reunido periódicamente para resolver la crisis europea
 desde que esta explotó. Después de cada una de estas "cumbres" crearon 
nuevos mecanismos institucionales, con la esperanza de calmar los 
mercados. A medida que la tormenta sigue rugiendo, ha surgido la 
percepción de que el viejo continente ha implementado las medidas de "austeridad" al punto de poner en peligro sus propias posibilidades de crecimiento.
Al comprometerse con la disciplina fiscal, ¿están 
empeorando los estados miembros la actual recesión, arrastrando a Europa
 hacia una espiral de pobreza y desesperación? No. El problema no es la 
consolidación fiscal en sí —sino en los medios elegidos para alcanzar la
 consolidación fiscal: Impuestos más altos en lugar de reducciones del gasto público.
De acuerdo con la Comisión Europea, los estados miembros deben 
esforzarse por producir superávits primarios que sean equivalentes, en 
promedio, al 0,9% del PIB en Alemania, 4,3% del PIB en Francia, 4,7% del
 PIB en Italia, 6,9% del PIB en Grecia y 8,1% del PIB en España durante 
los próximos tres años para cumplir con los requisitos de consolidación 
del presupuesto. Estas cifras son inalcanzables en el contexto de una 
recesión severa. Los superávits primarios de este tipo no se pueden 
materializar sin un crecimiento económico robusto.
La austeridad, en la forma en que se la aplica hoy en día en Europa, se 
basa fundamentalmente en elevar los impuestos —y no en grandes recortes 
al gasto— lo que hace que el balance fiscal esté cada vez más lejos.
Los gobiernos europeos son grandes e intrusivos. Ni Italia, Francia o 
España, por no hablar de Grecia, han conocido alguna vez el tipo de privatización que Margaret Thatcher
 implementó en Gran Bretaña, aunque se debe mencionar que Italia realizó
 privatizaciones extensivas en la década de 1990. A pesar de ello, el 
Estado es dueño de las compañías de seguros, tiene participación en las 
principales compañías energéticas, el servicio postal, el servicio de 
trenes, el transporte local, un sinnúmero de "servicios públicos"
 que no son particularmente reconocidos por la eficiencia en su 
desempeño —pero que evidentemente son queridos por la clase política, 
como un medio para mantener el control sobre la economía italiana. Lo 
mismo se puede decir de los otros países mediterráneos.
Lo que si es sorprendente es que, en este contexto, nadie parece estar dispuesto a intentar la solución sencilla de recortar la deuda pública
 por medio de la venta de los abundantes activos del Estado italiano o 
recortando severamente el gasto público. En cambio, la clase política 
trata de exprimir como limones a sus ya muy gravados ciudadanos.
"Privatización", por otro lado, sigue siendo una palabra casi 
innombrable. Los gobiernos afirman que temen vender "bajo el precio 
justo" —una extraña preocupación considerando que se trata de activos 
que no están en el mercado y cuyo valor es desconocido. En realidad, 
ellos simplemente quieren tener lo mejor de ambos mundos: Sueñan con una
 manera de salir de la crisis generada por un exceso de deuda pública 
que no implique una reducción de las actividades del Estado.
El gasto publico italiano equivale a la mitad del producto bruto 
nacional y, sin contar pensiones, los empleos publicos constituyen la 
porción más grande de ese gasto. En un país de 58 millones de 
habitantes, el gobierno italiano emplea a más de 3 millones en el 
servicio público. El gobierno de Monti anunció recortes de gasto 
recientemente, pero se retractó con bastante rapidez. Las "provincias", 
un nivel intermedio de gobierno entre las regiones y las 
municipalidades, no será eliminado. No se eliminarán los hospitales 
públicos más pequeños. El empleo público no será recortado 
sustancialmente y ya los dirigentes sindicales han anunciado una huelga 
general en represalia, si alguna vez lo impensable sucediera.
Un informe del gobierno estima que €295.000 millones de un total de 
€728.000 millones del gasto público pueden ser recortados. El resultado 
más probable de los "recortes" del gobierno será un pequeño ahorro de 
€4.200 millones en 2012, seguido de €10.500 millones en 2013. Esto es 
una hipocresía —un aparente homenaje rendido a la virtud de restringir 
al gobierno. Los franceses ni siquiera tratan de ser hipócritas, dado 
que el señor Hollande parece creer que exprimir a los ricos será 
suficiente para salvar a su país de la tragedia.
La timidez de los gobiernos nacionales es ahora la verdadera amenaza a la supervivencia de la Unión Europea.
 La deuda pública de Italia, alrededor de €2.000.000 millones es más del
 120% de su PIB. Reconocer que se trata de un problema excepcional 
debería instigar al gobierno italiano a adoptar medidas nuevas y más 
audaces —pero no lo ha hecho.
El problema es político y no necesariamente será resuelto con otro 
acuerdo acerca de la gobernabilidad en Europa. Por un lado, como el 
"socio principal" de la UE, Alemania está haciendo un llamado a los 
estados miembros para que adopten un cierto grado de responsabilidad 
fiscal, pero no puede dictar qué mezcla de impuestos más altos y menos 
gasto público cualquiera de ellos debería implementar. Por otro lado, el
 consenso está superando la realidad: Los gobiernos nacionales estiman 
que el costo político de recortar el empleo público es 
demasiado alto, particularmente en una recesión, y temen el descontento 
social que esto podría generar. Culpar a los mercados financieros, a la 
señora Merkel, o al euro de sus problemas actuales es mucho más barato.
La triste verdad es que el problema en Europa hoy en día no es la falta 
de gasto público, sino la falta de un liderazgo firme. En la película La dama de hierro,
 Meryl Streep, interpretando a Margaret Thatcher, se niega a renunciar a
 sus planes de recortar el gasto, como se lo habían recomendado sus 
colegas de gabinete, quienes temían pérdidas electorales. La señora 
Thatcher tuvo una visión, la visión de un Estado menos oneroso que 
libere la energía de Gran Bretaña y le agradaba particularmente decir 
‘no’. Los actuales líderes de Europa no tienen ninguna de las dos 
características.
 
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