Lecciones económicas de los juegos olímpicos
por Richard W. Rahn
Richard W. Rahn es Director del Center for Economic Growth y académico asociado al Cato Institute.
¿Admira lo que los atletas olímpicos han podido lograr y cree que
deberían ser aplaudidos por su excelente desempeño? La gran mayoría de
personas alrededor del mundo contestaría que sí. La mayoría de la gente
también admira y aplaude a los grandes músicos y artistas. Celebramos a
estas personas porque sabemos que muchos de ellos tuvieron que trabajar
arduamente durante muchos años y con mucha disciplina para lograr las
extraordinarias hazañas que nos dan tanto placer al resto de nosotros.
También aplaudimos y recompensamos sus logros, incluso sabiendo que la suerte tuvo algo que ver con su éxito. La práctica y el trabajo
duro no hacen a un campeón olímpico si este no tiene los genes
adecuados. No hay gimnastas con una estatura de 6 pies y 5 pulgadas así
como tampoco hay campeones de basquetbol con una estatura de 5 pies y 2
pulgadas. Muchos de nosotros no tenemos los genes necesarios para ser un
gran músico —y a algunos de nosotros incluso se nos dificulta seguir el
ritmo, ni hablar de escribir una sinfonía.
La civilización solamente puede avanzar cuando los
individuos son alentados y recompensados por la excelencia. Los hombres y
mujeres que diseñaron, construyeron y tuvieron éxito en colocar en
Marte a un explorador del tamaño de un vehículo todoterreno reciben y se
merecen nuestro aplauso. El difunto Steve Jobs es muy admirado por crear una de las empresas más valiosas y por ser un genio en la innovación y el mercadeo de productos. Thomas Edison
fue incluso más innovador hace un siglo —el foco de luz, el fonógrafo,
la generación eléctrica y su sistema de distribución, etc.— y también
construyó una de las empresas más grandes del mundo, General Electric .
El lado bueno de la humanidad se revela cuando elogiamos y recompensamos
a estas personas. El lado malo de la humanidad se muestra por aquellos
que desean castigar el éxito. De acuerdo a la leyenda, Iván el Terrible
estaba tan impresionado con el sorprendente logro del arquitecto que
había contratado para diseñar la Catedral de San Basilio en Moscú que
hizo que lo cegaran, para que ningún otro gobernante pudiese contratarlo
para producir una hazaña igual o todavía más grandiosa.
Los equivalentes modernos de Iván el Terrible son aquellos que
complacen a los envidiosos y celosos al demandar tasas tributarias cada
vez más altas sobre los exitosos. Buscan castigar el éxito con la
infantil demanda de que ellos “devuelvan”. Le pagamos a nuestros atletas
y músicos exitosos mucho dinero porque su desempeño nos “da” mucho
placer. Sam Walton hizo decenas de miles de millones
porque desarrolló y nos “dio” un sistema superior de mercadeo y
distribución que permitió que todos nosotros compremos decenas de miles
de productos a precios más bajos. Los “malvados” promotores
inmobiliarios son los que asumen grandes riesgos para construir
edificios sumamente costosos y contratan grandes arquitectos que nos
“dan” al resto de nosotros el perfil y la estructura de las ciudades en
las que nosotros vivimos y trabajamos.
Queremos una economía que produzca muchos trabajos bien pagados. Estos
son producidos por empresarios y hombres de negocios, muchos de los
cuales han gastado una cantidad considerable de tiempo desarrollando sus
habilidades, aprendiendo de sus propios errores y muchas veces
arriesgando su propio dinero. Cada empleo que ellos crean le está
“dando” algo a quienes no son igualmente ambiciosos, talentosos,
ingeniosos, laboriosos o capacitados. ¿Por qué, entonces, debería
esperarse que los creadores de empleos “den” todavía más?
Los socialistas de todo tipo, ya sean políticos, profesores con
contratos permanentes, estudiantes precipitados, burócratas en el
gobierno (incluyendo aquellos que gozan de salarios libres de
tributación en las organizaciones internacionales, como los que trabajan
en las Naciones Unidas y en la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico – OCDE) tienen un estribillo en común: Ellos
quieren la igualdad de resultados en nombre de la “justicia” (pero no
para ellos, por supuesto). En nombre de la justicia, ¿deberíamos
permitir que alguien con más de seis pies de estatura juegue basquetbol?
¿Deberíamos haberle dado medallas a todos los atletas olímpicos para
que ninguno de ellos se sintiera mal porque no obtuvo medallas? Después
de todo, ellos trataron. Si los recompensáramos de igual forma, ¿qué
efecto cree usted que tendría esto sobre el nivel del desempeño en el
futuro?
Las medallas que les damos a los inventores, empresarios y hombres de
negocios por su desempeño superior son los dólares. Sabemos debido a la ley de la oferta y la demanda,
y debido a evidencia empírica, que cuando tributamos a nuestras
estrellas excepcionales con tasas más altas —en esencia, castigándolos
por su éxito y por lo que ellos nos “dan”— vamos a recibir menos
desempeños excepcionales, ya sea en el entretenimiento, en la ciencia,
en la medicina, o en las empresas exitosas que crean los empleos. Una
sociedad que recompensa la envidia y castiga el éxito no es amable,
justa, ni agradable. Una sociedad que recompensa la excelencia con
aplausos, y sí, dinero, verá más excelencia que levante y mejore a
todos.
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