¿Adónde va la democracia?
Conferencia pronunciada por el autor en el Institute of
Public Affairs de Sidney el 8 de octubre de 1976.
I
El
concepto de democracia tiene un significado –creo que el verdadero y
originario– por el cual considero que bien vale la pena luchar. La democracia
no ha demostrado ser una defensa segura contra la tiranía y la opresión, como
una vez se esperó. Sin embargo, en cuanto convención que permite a cualquier
mayoría liberarse de un gobierno que no le gusta, la democracia tiene un valor
inestimable.
Por
este motivo, me preocupa cada vez más la creciente pérdida de fe en la
democracia entre la gente que piensa. Es algo que no podemos seguir ignorando.
Se trata de un fenómeno que se está agravando precisamente en el momento en que
–y acaso en parte porque– la palabra mágica democracia
se ha hecho tan poderosa que todos los límites que tradicionalmente se han
puesto al poder del gobierno están desapareciendo ante ella. A veces parece
como si la suma de demandas que se formulan por doquier en nombre de la
democracia haya alarmado de tal manera incluso a personas rectas y razonables,
que una reacción contra la democracia en cuanto tal se está convirtiendo en un
serio peligro. Sin embargo, lo que actualmente está poniendo en peligro la
confianza en una democracia tan ampliada en sus contenidos no es el concepto
fundamental de la democracia, sino las connotaciones que se han venido
añadiendo al significado originario de un tipo particular de método de toma de
decisiones. Lo que está sucediendo es precisamente lo que algunos temían a
propósito de la democracia ya en el siglo xix. Un método saludable para llegar
a tomar decisiones políticas que todos puedan aceptar se ha convertido en
pretexto para imponer fines sustancialmente igualitarios.
El
advenimiento de la democracia en el siglo pasado produjo un cambio decisivo en
el ámbito de los poderes del gobierno. Durante siglos, los esfuerzos se habían
dirigido a limitar los poderes del gobierno; y el desarrollo gradual de las constituciones
no tuvo más objetivo que éste. Pero de improviso se pensó que el control del
gobierno por parte de los representantes elegidos de la mayoría hacía inútil
cualquier otro control sobre los poderes del gobierno, de suerte que se podía
prescindir de todas las diversas tutelas constitucionales creadas a lo largo
del tiempo.
De
este modo nació la democracia ilimitada, y cabalmente esta democracia
ilimitada, no la simple democracia, es el problema actual. Toda la democracia
que conocemos hoy en Occidente es más o menos una democracia ilimitada. Es
importante recordar que si las peculiares instituciones de la democracia
ilimitada que hoy tenemos fracasaran algún día, ello no significaría que la
propia democracia haya sido una equivocación, sino sólo que la hemos ensayado
de una manera equivocada. Mientras que personalmente creo que una decisión
democrática sobre todos los problemas para los que generalmente se está de
acuerdo en considerar necesaria una intervención del gobierno es un método
indispensable para el cambio pacífico, pienso sin embargo que es abominable una
forma de gobierno en la que cualquier mayoría del momento pueda decidir que
cualquier materia que le plazca deba considerarse como asuntos comunes
sometidos a su control.
II
La
limitación mayor –y la más importante– a los poderes de la democracia,
eliminada por la aparición de una asamblea representativa omnipotente, era el
principio de la separación
de poderes. Veremos que la raíz del problema está en el hecho de
que los llamados cuerpos legislativos,
que según los primeros teóricos del gobierno representativo (en particular John
Locke) debían limitarse a hacer leyes en un sentido muy específico de esta
palabra, se han convertido en órganos gubernativos omnipotentes. El antiguo
ideal de la Rule of Law
o "gobierno bajo la ley" ha desaparecido. El parlamento soberano puede hacer
todo lo que los representantes de la mayoría consideren útil para mantener el
apoyo de la mayoría.
Pero
llamar ley a
cualquier cosa que decidan los representantes elegidos de la mayoría, y definir
como gobierno bajo la ley
todas las directrices de ellos emanadas –aun cuando sean discriminatorias a
favor o en contra de algunos grupos de individuos–, no pasa de ser una broma.
Se trata en realidad de un gobierno arbitrario. Es un mero juego de palabras
sostener que, con tal de que una mayoría apruebe los actos del gobierno, queda
a salvo el imperio de la ley. Éste se consideró como una salvaguardia de la
libertad individual, porque significaba que la coerción sólo se puede permitir
para imponer la obediencia a normas generales de conducta individual igualmente
aplicables a todos, en un número indeterminado de casos futuros. La opresión
arbitraria –es decir, la coerción no definida mediante alguna norma por los
representantes de la mayoría– no es mejor que la acción arbitraria de cualquier
otro gobernante. Ordenar que una persona odiada sea quemada o descuartizada, o
bien que sea privada de sus propiedades, es, bajo este aspecto, lo mismo.
Aunque haya buenas razones para preferir un gobierno democrático limitado a un
gobierno no democrático, debo confesar que prefiero un gobierno no democrático
sometido a la ley a un gobierno democrático sin limitaciones (y por tanto
esencialmente arbitrario). Creo que un gobierno sometido a la ley constituye
aquel valor más alto que en otro tiempo se esperaba fuera preservado por los
guardianes de la democracia.
Pienso,
en efecto, que la propuesta de reforma a la que quiere llevar mi crítica a las
actuales instituciones de la democracia comportaría una realización más
verdadera de la opinión
común de la mayoría de los ciudadanos que los actuales ordenamientos orientados
a gratificar la voluntad
de distintos grupos de interés que acaban formando una mayoría.
No
se pretende afirmar que el derecho democrático de los representantes elegidos
por el pueblo a tener una palabra decisiva en la dirección del gobierno sea
menos fuerte que su derecho a determinar lo que debe ser la ley. La gran
tragedia del desarrollo histórico es que estos dos poderes distintos se han
puesto en manos de una misma asamblea, y que, por consiguiente, el gobierno ha
dejado de estar sometido a la ley. La solemne declaración del Parlamento
británico de ser soberano, y por tanto de gobernar sin estar sometido a ley
alguna, puede sonar como el anuncio de la condena a muerte de la libertad y la
democracia.
III
Este
desarrollo pudo haber sido históricamente inevitable; pero desde el punto de
vista lógico no es ciertamente evidente. No es difícil imaginar cómo habría
tenido lugar ese desarrollo si hubiera seguido líneas diferentes. Cuando, en el
siglo xviii, la Cámara de los Comunes consiguió tener el poder exclusivo sobre
el tesoro del Estado, obtuvo en efecto al mismo tiempo también el control
exclusivo del gobierno. Si en aquel momento la Cámara de los Lores hubiera
podido hacer esta concesión sólo a condición de que el desarrollo del derecho (es decir,
del privado y penal, que limita los poderes de todo gobierno) fuera de su exclusiva competencia
–desarrollo natural, puesto que la Cámara de los Lores era la corte suprema de
justicia–, habría sido posible llegar a esta división entre una asamblea
gubernativa y otra legislativa y conservar las limitaciones impuestas al
gobierno mediante la ley. Políticamente, sin embargo, era imposible conferir
este poder legislativo a los representantes de una clase privilegiada.
Las
formas dominantes de democracia, en las que la asamblea representativa soberana
hace las leyes y al mismo tiempo dirige el gobierno, deben su autoridad a un
engaño, es decir, a la pía creencia de que este gobierno democrático ejecutará
la voluntad del pueblo. Esto puede ser cierto para las asambleas legislativas
elegidas democráticamente que sean tales en el sentido estricto de personas que
hacen las leyes en la acepción originaria del término. Es decir, puede ser
cierto si se trata de asambleas elegidas cuyo poder se limita a establecer
normas universales de conducta recta, proyectadas para delimitar recíprocamente
las esferas de control sobre los individuos y destinadas a valer para un número
indeterminado de casos futuros. Acerca de tales normas que gobiernan el
comportamiento individual, y que impiden que surjan conflictos en los que
muchos pueden encontrarse en posiciones opuestas, es probable que en una
comunidad se forme una opinión
dominante, y verosímilmente puede existir un acuerdo entre los
representantes de la mayoría. Una asamblea que tenga una función tan definida y
limitada podría, pues, reflejar la opinión
de la mayoría y, al tener que ocuparse sólo de normas generales, tiene pocas
ocasiones de reflejar la voluntad
de intereses particulares sobre cuestiones específicas.
Pero
hacer leyes en
este sentido clásico de la palabra constituye una mínima parte de las tareas
confiadas a las asambleas que nosotros todavía llamamos legislativas. Su
preocupación principal es el gobierno. Para la "ley de los juristas",
como escribió hace más de setenta años un agudo observador del Parlamento
británico, "el Parlamento no tiene ni tiempo ni aptitud". Las
actividades características y los procedimientos de las asambleas
representativas están por todas partes tan determinadas por sus tareas
gubernativas que el nombre de cuerpo
legislativo no deriva ya de su prerrogativa de hacer leyes. La
relación se ha invertido. Nosotros ahora llamamos leyes prácticamente a toda resolución de
estas asambleas sólo porque derivan de un cuerpo legislativo, por más que
apenas puedan tener aquel carácter de compromiso para hacer normas generales de
conducta recta para cuya aplicación se propuso que los poderes coercitivos del
gobierno en una sociedad libre fueran limitados.
IV
Pero
puesto que toda resolución de esta autoridad gubernativa soberana tiene fuerza de ley, sus actos
de gobierno tampoco están limitados por la ley. Ni tampoco se puede aún pretender,
y esto es mucho más serio, que esos actos estén autorizados por la opinión de
una mayoría del pueblo. Los motivos para apoyar a los miembros de una mayoría
omnipotente son completamente distintos de los motivos para apoyar a una
mayoría en la que se basan los actos de un auténtico cuerpo legislativo. Votar
por un legislador al que se le hayan impuesto unos límites significa elegir,
entre distintas alternativas, la de asegurar un orden general resultante de las
decisiones de individuos libres. Votar a favor de un miembro de un órgano que
tiene el poder de otorgar beneficios especiales y no esté vinculado por normas
generales es algo totalmente distinto. En una asamblea democráticamente elegida
como ésta, dotada del poder ilimitado de conceder beneficios especiales y de
imponer cargas especiales a grupos particulares, se puede formar una mayoría
sólo comprando el apoyo de numerosos intereses especiales, garantizándoles
estos beneficios a costa de una minoría.
Es
fácil amenazar con el retiro del propio apoyo también a leyes generales, a no
ser que el voto sea comprado con concesiones especiales al propio grupo. En una
asamblea omnipotente, pues, las decisiones se basan en un proceso reconocido de
chantaje y de corrupción. Esto forma parte desde hace mucho tiempo de un
sistema al que no consiguen escapar ni siquiera los mejores. Estas decisiones
para favorecer a grupos particulares tienen poco que ver con cualquier acuerdo
por parte de la mayoría acerca de la sustancia de la acción de gobierno, dado
que, en muchos aspectos, los miembros de la mayoría a duras penas sabrán que
han dado a algún organismo poderes no bien definidos para alcanzar algún
objetivo igualmente mal definido. Por lo que respecta a la mayor parte de las
medidas, la mayoría de los votantes no tendrá ningún motivo para estar a favor
o en contra de las mismas, a no ser el de saber que, a cambio del apoyo a quien
las defiende, se les promete la satisfacción de algunos deseos. Y precisamente
el resultado de este proceso de contratación es dignificado como voluntad de la mayoría.
Lo
que nosotros llamamos cuerpo
legislativo son de hecho órganos que deciden continuamente sobre
medidas particulares, y que autorizan el uso de la coerción para aplicarlas;
sobre estas medidas no existe un auténtico acuerdo en la mayoría, sino que para
ellas se obtiene el apoyo de una mayoría a través de negociaciones. En una
asamblea todopoderosa que se ocupa principalmente de medidas particulares y no
de principios, las mayorías no se basan, pues, en la concordancia de opiniones,
sino que se forman a través de la agregación de intereses especiales de
utilidad recíproca.
El
hecho aparentemente paradójico es que una asamblea nominalmente omnipotente
–cuyo poder no se limita a establecer normas generales ni se basa en el propio
compromiso de respetarlas– es por necesidad sumamente débil y depende
completamente del apoyo de aquellos pequeños grupos que se ven obligados a
mantenerse firmes para obtener concesiones que sólo el gobierno puede dar. La
imagen de la mayoría de una asamblea así unida por convicciones morales comunes
que valore los méritos de las demandas de grupos particulares es, naturalmente,
una ilusión. Es una mayoría sólo porque se ha comprometido a no hacer valer un
principio, sino a satisfacer demandas particulares. La asamblea soberana es
cualquier cosa menos soberana en el uso de sus poderes ilimitados. Es realmente
extraño el hecho de que todas
las democracias modernas hayan considerado esto o aquello como
necesario, y se cita a veces como prueba de la deseabilidad de la equidad de
algunas medidas. La mayor parte de los miembros de la mayoría se dio cuenta con
frecuencia de que una medida era estúpida e injusta, pero igualmente tuvo que
declararse de acuerdo para poder seguir formando parte de la mayoría.
V
Un
cuerpo legislativo sin limitaciones, al que no se prohíbe por convenciones o
normas constitucionales decretar medidas intencionadas y discriminatorias de
coerción, como aranceles o impuestos o subvenciones, actuará inevitablemente
sin atender a principios. Aunque no faltan intentos para disfrazar esta compra
de apoyo como ayuda beneficiosa a quien lo merece, la apariencia moral no puede
ciertamente tomarse en serio. El acuerdo de una mayoría sobre el modo de
distribuir beneficios y ventajas arrancadas a una minoría disidente no puede
pretender un reconocimiento moral por su modo de obrar, aunque se recurra a la
ficción de la justicia
social. Lo que sucede es que la necesidad
política creada por el actual sistema institucional produce convicciones
morales no viables o incluso perjudiciales.
El
acuerdo alcanzado por la mayoría sobre el reparto del botín conquistado
aplastando a una minoría de conciudadanos, o decidiendo cuánto hay que
saquearles, no es democracia, o por lo menos no es aquel ideal de democracia que
tiene una justificación moral. La democracia en sí misma no es igualitarismo.
Pero la democracia ilimitada está destinada a ser igualitaria.
Por
lo que respecta a la fundamental inmoralidad de todo igualitarismo, me referiré
aquí sólo al hecho de que todo nuestro sentido moral se basa en la distinta
estima en que tenemos a las personas según el modo en que se comportan.
Mientras que la igualdad ante la ley, es decir, el tratamiento que el gobierno
reserva a todos según las mismas normas, creo que es una condición fundamental
de la libertad individual, el trato diferente que es necesario para colocar a
personas que son individualmente muy distintas en la misma condición material
me parece no sólo incompatible con la libertad personal, también altamente inmoral.
Pero éste es el tipo de incompatibilidad hacia el que camina la democracia
ilimitada.
Repitamos
que no es la democracia en sí, sino la democracia ilimitada, la que yo
considero no mejor que cualquier otro gobierno ilimitado. El error fatal que ha
dado a la asamblea elegida poderes ilimitados es el prejuicio de que una
autoridad suprema debe ser ilimitada por su propia naturaleza, en cuanto que
cualquier limitación presupondría otra voluntad por encima de ella, en cuyo
caso no sería una autoridad suprema. Pero éste es un equívoco que deriva de la
concepción totalitaria-positivista de Francis Bacon y Thomas Hobbes, o del constructivismo
del racionalismo cartesiano, al que por suerte se opuso durante mucho tiempo,
en el mundo anglosajón, el pensamiento más profundo de Sir Edward Coke, Mathew
Hale, John Locke y los Old
Whigs.
A
este respecto, los antiguos fueron a menudo más sabios que el pensamiento
constructivista moderno. No es necesario que un poder supremo sea un poder
ilimitado, sino que puede derivar su propia autoridad de un compromiso para con
las normas generales aprobadas por la opinión pública. El rey-juez de la
antigüedad no era elegido para que fuera necesariamente justo todo lo que
dijera, sino porque sus sentencias se consideraban generalmente justas, y
mientras se consideraran tales. Él no era la fuente sino simplemente el
intérprete de una ley que se basaba en una opinión difusa, pero que podía
inducir a la acción sólo si era articulada por la autoridad aprobada. Y si sólo
la autoridad suprema podía ordenar la acción, ésta era válida en la medida en
que tenía el apoyo del consenso general respecto a los principios que la
inspiraban. La única y suprema autoridad con derecho a tomar decisiones a
propósito de una acción común podía ser también una autoridad limitada, es
decir, limitada a tomar decisiones comprometiéndose a respetar una norma
general aprobada por la opinión pública.
El
secreto de un gobierno decente está precisamente en que el poder supremo debe
ser un poder limitado, un poder que pueda establecer normas que limiten a otro
poder, y que pueda por tanto poner límites pero no dar órdenes al ciudadano
privado. Toda otra autoridad se basa así en su compromiso a respetar normas que
sus sujetos reconocen: lo que hace una comunidad es el reconocimiento común de
las mismas normas.
Así,
pues, el órgano supremo elegido no tiene necesidad de otro poder que el de
hacer leyes en el sentido clásico de normas generales que guían el
comportamiento individual. Tampoco tiene necesidad de otro poder de coerción
sobre los ciudadanos privados fuera del poder de imponer obediencia a las
normas de conducta así establecidas. Las otras ramas del gobierno, incluida una
asamblea gubernativa elegida, deberían estar vinculadas y limitadas por las
leyes de la asamblea, limitada a la legislación en sentido propio. Tales son
las condiciones que garantizarían un auténtico gobierno sometido a la ley.
VI
La
solución del problema, como ya sugerí antes, parece estar en la separación de
las tareas realmente legislativas de las gubernativas respectivamente entre una
asamblea legislativa y otra gubernativa. Naturalmente, poco se ganaría si
tuviéramos simplemente dos asambleas con el carácter actual y sólo encargadas
de tareas diferentes. Dos asambleas compuestas prácticamente del mismo modo no
sólo obrarían inevitablemente en colusión, y por tanto producirían más o menos
los mismos resultados que las asambleas actuales, sino que sus características,
sus procedimientos y su composición estarían determinados de tal modo por sus
tareas prevalentemente gubernamentales que las harían poco idóneas para
legiferar en sentido propio.
Nada
es más iluminador a este respecto que el hecho de que en el siglo xviii los
teóricos del gobierno representativo condenaran casi de manera unánime la
organización de la que ellos imaginaban como una asamblea legislativa creada
según el modelo de los partidos. Ellos solían hablar de facciones; pero el
interés de éstas por problemas relativos al gobierno hizo su organización según
el modelo de los partidos universalmente necesaria. Un gobierno, para poder
cumplir sus deberes, tiene necesidad del apoyo de una mayoría organizada
comprometida con un programa de acción. Y para conceder tal opción debe existir
una oposición organizada más o menos del mismo modo y que sea capaz de formar
un gobierno alternativo.
Para
sus funciones estrictamente gubernativas, los actuales cuerpos legislativos
parece que se han adaptado bastante bien, y se podría permitirles que siguieran
así, si el poder que tienen sobre el ciudadano privado se limitara por una ley
establecida por otra asamblea democrática que ellos no tuvieran posibilidad de
alterar. En efecto, esta asamblea administraría los recursos materiales y
personales puestos a disposición del gobierno para permitirle prestar diversos
servicios a los ciudadanos en general, y podría fijar también la suma total de
los ingresos a recaudar de los ciudadanos cada año para financiar esos
servicios. Pero sólo mediante una verdadera ley se debería poder fijar la cuota
con que todo ciudadano debería verse obligado a contribuir a este fondo, es
decir, con ese tipo de norma obligatoria y uniforme de comportamiento
individual que sólo una asamblea legislativa podría establecer. Es difícil
imaginar un control más saludable sobre los gastos que el que ofrece un sistema
en el que todo miembro de la asamblea gubernativa supiera que por todo gasto al
que hay que hacer frente él mismo y sus electores tendrían que contribuir con
una cuota que él no podría alterar.
El
problema crítico, entonces, es la composición de la asamblea legislativa. ¿Cómo
podemos efectivamente hacer que sea representativa de la opinión general sobre
lo que es justo y, al mismo tiempo, inmune a toda presión de intereses especiales?
La asamblea legislativa estaría constitucionalmente limitada a aprobar leyes
generales, de modo que cualquier orden específico o discriminatorio que emanara
debería ser invalidado. Esta asamblea debería derivar su autoridad del propio
compromiso de respetar las normas generales. La constitución debería definir
las propiedades que deben tener tales normas para tener valor de ley: por
ejemplo, su aplicabilidad a un número indeterminado de casos futuros, su
uniformidad, su generalidad, etc. Un tribunal constitucional debería elaborar
gradualmente esta definición y dirimir cualquier conflicto de competencia entre
ambas asambleas.
Pero
esta limitación a la aprobación de leyes auténticas no sería suficiente para
impedir colusiones entre la asamblea legislativa y una asamblea gubernativa
compuesta más o menos del mismo modo, a la cual probablemente proporcionaría
las leyes que necesita para sus propios fines particulares, con resultados poco
diferentes de los del sistema actual. Lo que nosotros entendemos por asamblea
legislativa es claramente un organismo que representa la opinión general, y no
intereses particulares; debería estar compuesta, pues, por individuos que, una
vez encargados de esta función, fueran independientes del apoyo de grupos
particulares y debería también estar constituida por hombres y mujeres que
puedan situarse en una perspectiva de largo plazo, y no estén sujetos a la
fluctuación de pasiones y modas temporales que tuvieran que complacer.
VII
Todo
esto, al parecer, requeriría, en primer lugar, la independencia respecto a los
partidos, lo cual podría asegurarse mediante una segunda condición igualmente
necesaria: la de no ser influidos por el deseo de ser reelegidos. Me imagino
por esta razón una asamblea de hombres y mujeres que, tras haberse ganado
confianza y reputación en las actividades ordinarias de su vida, deberían ser
elegidos por un único y largo periodo, por ejemplo para quince años. Para estar
seguros de que han obtenido experiencia y respeto suficientes y que no tienen
problemas para el periodo siguiente al vencimiento de su mandato, fijaría una
edad relativamente alta para ser elegidos, es decir, en torno a los 45 años, y
les aseguraría para otros diez años tras el vencimiento de su mandato, al
cumplir los 60 años, un cargo honorable como jueces laicos o algo por el
estilo. La edad media de los miembros de esta asamblea sería inferior a los 53
años, siempre inferior a la de la mayor parte de las asambleas análogas de
nuestro tiempo.
Evidentemente,
los miembros de la asamblea no deberían ser elegidos todos en la misma fecha,
sino que cada año quienes han servido durante quince años deberían ser
sustituidos por otros de cuarenta y cinco. Sería favorable a estas elecciones
anuales de un decimoquinto de los miembros de la asamblea reservados a sus
coetáneos, de suerte que todo ciudadano votaría una sola vez en su vida, a los
cuarenta y cinco años, para que uno de sus coetáneos fuera legislador. A mi
entender, este método sería válido no sólo porque, como enseña la vieja
experiencia en organizaciones militares y semejantes, los coetáneos suelen ser
los mejores jueces del carácter y de la capacidad de un hombre, también porque
ésta podría convertirse en la ocasión para hacer crecer instituciones tales
como las asociaciones locales por grupos de edad, que harían posibles las
elecciones sobre la base del conocimiento personal.
Puesto
que no habría partidos, no se producirían situaciones absurdas acerca de la
representación proporcional. Los coetáneos de una región conferirían el honor casi
como una especie de premio para el miembro más admirado de la clase. Existen
muchos otros problemas fascinantes planteados por un ordenamiento de este tipo:
por ejemplo, si no podría ser preferible, a tal fin, una especie de elección
indirecta (con las asociaciones locales que rivalizarían para que uno de sus
delegados obtuviera el honor de ser elegido representante), pero que no es el
caso de tomar en consideración en una exposición del principio general.
VIII
No
creo que los políticos con experiencia hallen muy inexacta la descripción que
ofrezco del modo de proceder de nuestras actuales asambleas legislativas,
aunque encontrarán inevitable y beneficioso lo que yo considero evitable o
perjudicial. Pero en ningún caso deberían sentirse ofendidos porque yo defina
ese modo de proceder como institucionalización del chantaje y la corrupción,
porque somos nosotros los que mantenemos instituciones que deben actuar así
para poder hacer algo bueno.
En
cierta medida, las negociaciones que describo son probablemente de hecho
inevitables en un gobierno
democrático.
Lo
que no apruebo es que las instituciones vigentes extiendan estas negociaciones
al interior de aquel órgano supremo que debe formular las reglas del juego y
poner limitaciones al gobierno. La desgracia no es que esto suceda –en una
administración local probablemente puede evitarse–, sino que suceda en el
órgano supremo que debe hacer nuestras leyes, que por el contrario debería
protegernos de la opresión y la arbitrariedad.
Otro
efecto importante y muy deseable de la separación entre el poder legislativo y
el poder gubernativo sería la eliminación de la causa principal del proceso
cada vez más rápido de centralización y concentración del poder. Este proceso
es hoy resultado del hecho de que, como consecuencia de la fusión del poder
legislativo y el gubernativo en la misma asamblea, ésta posee poderes que en
una sociedad libre ninguna autoridad debería tener. Obviamente, a este órgano
se le reclama un número creciente de tareas gubernativas, y puede enfrentarse a
demandas particulares que se concretan en leyes especiales. Si los poderes del
gobierno central no fueran mayores que los de los gobiernos regionales o
locales, el gobierno central se ocuparía sólo de las cuestiones en las que
parecería beneficioso para todos un reglamento uniforme a nivel nacional, y
muchos problemas se dejarían a la competencia de autoridades inferiores.
Una
vez reconocido por todos que gobierno bajo la ley y poderes ilimitados de los
representantes de la mayoría son conceptos inconciliables, y que todo gobierno
debe estar igualmente sometido a la ley, es suficiente confiar al gobierno central –en
cuanto distinto de la asamblea legislativa– poco más que la política exterior,
y los gobiernos regionales y locales, limitados por las mismas leyes uniformes
en lo que respecta al modo en que los habitantes individuales deberían
contribuir al fisco, podrían convertirse en compañías de tipo comercial en
recíproca competencia para ganarse ciudadanos que podrían expresar su consenso
por aquella compañía que les ofreciera los mayores beneficios al precio
exigido.
De
este modo, podemos aún salvar la democracia y, al mismo tiempo, detener el
impulso hacia aquella su deformación conocida como democracia totalitaria, que algunos
consideran ya irresistible.
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