Argentina: La hora de la simulación
Por Santiago Kovadloff
Es notable, por no decir dramático, el 
contraste entre  el protagonismo creciente de la figura presidencial y 
la  intrascendencia, cada día más acentuada, del ciudadano común. El 
primero  proviene del monopolio insaciable de la palabra. La segunda, de
 la  impotencia que se adueña de quien busca hacerse oír por aquellos 
que se  niegan a escucharlo. Uno responde a la necesidad de acaparar la 
atención  constante y exclusivamente. La otra, a la imposibilidad lisa y
 llana de  ser tomado en consideración. 
Como una ola gigantesca que todo lo 
barre a su paso, la  inseguridad golpea con siniestra equidad a los 
distintos estratos  sociales. El crimen ejerce su intendencia en todas 
las calles del país.  Asociado al robo de lo que fuere, goza de un auge 
sostenido. No conoce  el freno de la ley. Su magnitud está 
hipócritamente subestimada. Quienes  tienen la responsabilidad de 
tomarlo en serio y combatirlo con eficacia  acusan del mal a sus 
adversarios o niegan su relieve. Ese perverso  Indec de la delincuencia 
asegura que no pasa lo que sucede. Los  promotores de esa distorsión 
escalofriante no vacilan en afirmar que  tres muertos a tiros no suman 
más que un contuso ni en rematar su  ejercicio de la indignidad 
argumentando, sin que les tiemble la voz, que  hogares y comercios 
asaltados no conforman una tragedia, sino una  sensación.
Esta intrascendencia de la propiedad y 
de la vida  encuentra en la impermeabilidad y en la ineptitud con que el
 Gobierno la  encara el estímulo político que mejor le cuadra para 
perpetuarse. Una  misma bajeza hermana, mediante un enmascaramiento 
común, a quienes  delinquen, roban y matan con aquellos que rapiñan 
desde el Estado. La  deshonestidad y la violencia despliegan su 
inclemencia en cada contexto  con los recursos que les garantizan un 
mayor rendimiento. Es así como  las instituciones que deberían 
representar al ciudadano terminan  respaldando las patrañas de quienes 
lo desprecian y no buscan más que  instrumentarlo.
Es la hora triunfal de la simulación y 
de la estafa. De  la siembra exitosa del miedo por parte de los 
verdugos. De la cosecha  penosa de la desesperación por parte de sus 
víctimas. Se ha llegado más  lejos que nunca en el ejercicio cínico de 
la burla y en la diseminación  del odio y la desesperanza social, desde 
los días de la crisis desatada a  principios de siglo. Hoy los grandes 
postergados son también los que  reclaman que la ley despierte y 
proceda. Son los que agitan sin desmayo  las pancartas que llevan 
estampados los rostros de sus familiares  baleados, violados, saqueados y
 olvidados. Son los que golpean sin éxito  a las puertas de los que 
tienen el deber de responder y no lo hacen.  Son los que no tienen 
derecho a disponer de lo que es suyo, empezando  por sus propias vidas. 
Son los que desconoce un Gobierno que se niega a  pronunciar las 
palabras que designan los pesares de la hora: inflación,  recesión, 
corrupción, inseguridad, paco, desempleo, ajuste, presión  sobre los 
medios de información independientes, control extorsivo del  reclamo 
federal, robo y muerte, y más robo y más muerte.
La decadencia argentina se ahonda con 
esta despiadada  disociación entre la palabra oficial y los hechos 
sociales. Los hechos  sociales desmienten, con su dolorosa intensidad y 
el aplazamiento de su  comprensión, la suficiencia vergonzosa de esa 
palabra oficial. Una  enfermiza obstinación en el error agrava los 
desaciertos que pesan sobre  todos los argentinos. El Gobierno no puede 
aprender y sólo se muestra  dispuesto a enseñar. Su ciencia es el saber 
de la intolerancia hacia  todo lo que no coincide con su dogma. Ha 
descubierto hace mucho la  rentabilidad política del maniqueísmo. Ha 
hecho del prejuicio el  fundamento de sus razones y el motor de su 
acción cotidiana. Ha dividido  el país entre réprobos y elegidos con la 
intención premeditada de  desunir aún más lo que ya estaba escindido. En
 la orilla de los  condenados, agolpó a los que sólo merecen su 
desprecio. Al identificar  al Estado con los intereses de su gestión ha 
reducido sus obligaciones  al cumplimiento de sus conveniencias. Una 
democracia sin auténtica  sustancia institucional ha hecho del desempeño
 ministerial un ajetreo de  espectros y obsecuentes, y de la oposición 
un gueto de apestados.
A todo esto hay que adicionarle un 
problema decisivo.  Ese problema agrava la irrelevancia de los desoídos y
 no es otro que el  de la ausencia de liderazgos políticos capaces de 
potenciar, en una  propuesta convergente, la significación política de 
tanta  disconformidad. Por lo menos, el 46% de los votantes manifestó su
  desacuerdo con este gobierno, en las elecciones presidenciales del año
  que pasó. Se lamenta muchas veces que ese total no integre un 
conjunto,  un cuerpo homogéneo y no pase de un caleidoscopio de 
discontinuidades y  segmentos. ¿Debería no ser así? No me parece que, 
por el momento, ello  sea indispensable para lograr lo que de inmediato 
más importa. Y lo que  más importa ahora es lograr la incorporación al 
Parlamento de la fuerza  representativa de ese repertorio de voces 
igualmente persuadidas de la  necesidad de poner un límite a la 
desmesura del oficialismo. De un  oficialismo que no acepta acotación 
alguna; que requiere serlo todo,  acaparar todo, agotar en su figura la 
representación de la nación.
Las elecciones legislativas del año 13 
están ya  demasiado cerca de nosotros como para que no resalten ante 
nuestros ojos  dos verdades por lo menos. Una de ellas sugiere que el 
Gobierno no está  seguro de volver a ganar. La otra, que las fuerzas 
opositoras empiezan a  persuadirse de que algo en común deben llevar a 
cabo para afianzar, en  el orden legislativo, las raíces populares de 
una exigencia básica:  impedir la reforma constitucional con la que 
sueña el oficialismo.
Hay que poblar el Parlamento de 
sensibilidades capaces  de coincidir en el intento de acotar la 
voracidad del partido  gobernante. Hoy nada es más urgente que la 
convergencia inspirada por  ese fin principal: desbaratar el proyecto de
 quienes buscan la extinción  del Estado de Derecho. Debe hacerse oír en
 el Congreso un ¡no! rotundo a  ese propósito de introducir en la 
Constitución las alteraciones que la  convierten en un felpudo del 
poder. La finalidad de la reforma buscada  es extender el magisterio del
 discurso único al campo de la ley  fundamental de la nación. Se trata 
de poner esa ley, ya tantas veces  vulnerada, a los pies de un Gobierno 
que se quiere perpetuar más allá de  lo que ella establece. Se trata de 
hacer olvidar para siempre que son  ese gobierno y todos los que lo 
sucedan los que deben estar al servicio  de la ley. Se trata de borrar 
de la letra el principio obligatorio de la  alternancia indispensable 
entre los que acceden y los que aspiran a  acceder a la máxima 
magistratura. Se trata de poner la necesidad  política de dialogar con 
quienes no se coincide al servicio de la  presunta clarividencia de los 
devotos del monólogo. Se trata, en suma,  de eternizar el presente 
mediante el recurso que permita inmovilizarlo:  la subordinación de la 
Constitución nacional a una voluntad hegemónica  que se quiere 
imperecedera.
Una agenda de prioridades republicanas 
elaborada en el  escenario opositor debe invalidar cualquier intento de 
discutir hoy  eventuales liderazgos partidarios. Hay que terminar con la
 costumbre de  poner el carro delante de los caballos. El año 13 no sólo
 precede al 15  cronológicamente. Lo precede sustancialmente. Lo que en 
él ocurra  determinará el porvenir del modelo jurídico que aún, si bien 
maltrecho,  sobrevive y en el que aún, si bien a los tumbos, 
sobrevivimos.
 
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