Dos conceptos de competencia: los taxis contra Microsoft
Durante décadas nos hemos hartado de 
escuchar que la gran ventaja de  las economías libres es la feroz 
competencia que se da entre los  empresarios. En ellas, el consumidor es
 plenamente soberano gracias a  sus posibilidades para cambiar de 
suministradores como de cromos:  siempre que una compañía trate de 
hacerlo peor que el resto subiendo los  precios o empeorando la calidad 
de sus productos, a los consumidores  les queda la alternativa de 
refugiarse en otras empresas, que, gracias  sean dadas a la feroz 
competencia, están interesadas en seguir  ofreciendo el mismo producto a
 los mismos bajos precios y con las mismas  altas calidades de siempre.
Los problemas de esta idealizada imagen 
empiezan a emerger cuando nos  planteamos la posibilidad de que una 
empresa no tenga competidores  directos, o bien que varias empresas se 
confabulen para lucrarse a costa  de los consumidores; es decir, cuando 
tomamos en consideración los  monopolios y los cárteles: si la cantidad 
de compañías se reduce, la  soberanía del consumidor parece mermar y los
 beneficios del mercado  libre no se ven por ningún lado.
Siguiendo este hilo, el economista 
polaco Oskar Lange pensaba que el  sistema económico socialista que él 
proponía para, presuntamente,  superar los problemas relativos al 
cálculo económico apuntados por Mises  en 1920 servía para generar unos 
resultados muy similares a los de la  competencia capitalista:
El proceso de prueba y error funcionaría, o al menos podría funcionar, mucho mejor en un sistema socialista que en una economía competitiva. El Comité de Planificación Central tiene un conocimiento mucho mayor de lo que sucede en el conjunto del sistema económico que cualquier empresario individual, de modo que podría alcanzar más rápidamente los precios de equilibrio con muchos menos tanteos de prueba y error.
Si, como decía Lange, el socialismo es 
capaz de producir condiciones y  resultados muy similares a los 
previstos por la competencia capitalista,  entonces la organización de 
los derechos de propiedad resulta del todo  irrelevante a la hora de 
lograr la prosperidad del conjunto de la  sociedad (una conclusión ésta 
muy similar, por cierto, a la defendida  por los walrasianos en su 
Segundo Teorema del Bienestar). Los  economistas deberían haberse 
planteado que todas estas disparatadas  conclusiones, que casan muy mal 
con la realidad y con otras  proposiciones de la ciencia económica, no 
son el necesario corolario de  una sólida y robusta teoría previa, sino 
la cristalización de una mala  definición del término competencia.
 Como veremos, la idea de  que el capitalismo sólo puede funcionar 
correctamente con una pléyade de  pequeñas e insignificantes empresas, 
sometidas, de un modo muy  inmediato, a los designios del consumidor, 
depende fundamentalmente de  si adoptamos un buen o mal concepto de 
competencia.
Estatismo y dinamismo
"No sería difícil defender que los 
microeconomistas han estado  analizado la competencia durante los 
últimos cuarenta o cincuenta años  bajo hipótesis que, de ser ciertas, 
convertirían la competencia en algo  totalmente inútil e irrelevante", 
anotaba Hayek al principio de su  célebre artículo "Competencia como un 
proceso de descubrimiento"; y  añadía:
Si todo el mundo conociera de antemano todo eso que la teoría económica denomina datos, entonces la competencia sería un proceso muy costoso para lograr que la realidad se ajustara a esos hechos.
Con esta reflexión, el austriaco estaba 
sin duda respondiendo a Lange,  con su descabellada idea de que el 
socialismo es algo así como la  culminación del proceso competitivo. De 
acuerdo con el Nobel de Economía  de 1974, es posible distinguir entre 
dos conceptos de competencia, que  nosotros agruparemos bajo las 
denominaciones de competencia estática y competencia dinámica.
La de la competencia estática es la 
definición empleada por la inmensa  mayoría de los economistas. Según 
esta perspectiva, la competencia es  una situación en la que hay un 
número tan grande de empresas, que  ninguna de ellas puede influir sobre
 el precio al que vende sus  productos. Hablamos, pues, de empresas precio-aceptantes.
  Obviamente, para que esta situación se mantenga en el tiempo es  
necesario que ninguna compañía destaque sobre el resto (en caso  
contrario, alguna comenzaría a acaparar a los clientes de las demás); es
  decir, que todas sean igual de mediocres. Y para universalizar la  
mediocridad es necesario exigir a su vez
- que todas las empresas vendan exactamente el mismo producto;
- que ninguna empresa aplique mejoras en sus métodos productivos;
- que las condiciones económicas se mantengan estables, o, si se producen cambios, que éstos sean anticipados al mismo tiempo y del mismo modo por todas las empresas.
En caso de que los productos no sean 
homogéneos o de que no todas las  compañías posean una información 
perfecta sobre los métodos de  producción y sobre las preferencias 
presentes y futuras de los  consumidores, alguna podrá ser más perspicaz
 que el resto a la hora de  servir a sus clientes y, por tanto, 
incrementar su cuota de mercado, lo  que le permitirá influir 
directamente sobre los precios y la calidad de  la mercancía (obtendrá poder de mercado), quitando así soberanía al consumidor.
Esto equivale a reputar como políticas 
contrarias a la competencia  fenómenos y prácticas empresariales tan 
ordinarios como las fusiones,  las adquisiciones, la inversión en I+D, 
la publicidad, el cuidado de la  marca, la personalización de los 
productos, los acuerdos de  distribución, los secretos comerciales o, 
simplemente, las desiguales  estimaciones empresariales de las 
necesidades de los consumidores. En  otras palabras, equivale a reputar 
como contraria a la competencia la  mera actividad empresarial. Lo cual,
 por cierto, no quiere decir que los  defensores de la visión estática 
de la competencia sean favorables a  prohibir todas las prácticas 
anteriores (ya que, pese a restringir la  competencia, podrían terminar 
teniendo un efecto neto positivo sobre el  bienestar social), sino que 
tales prácticas son vistas con suspicacia en  tanto nos alejarían del 
modelo ideal de competencia perfecta.
Frente a esta concepción estática de la 
competencia, donde lo  importante es que en un momento dado haya una 
gran cantidad de empresas  sin poder de mercado, podemos trazar otro, de
 carácter dinámico, cuyo  punto de partida sea el reconocimiento de la inerradicable incertidumbre a que se enfrenta todo agente económico en un sistema de división del trabajo y del conocimiento.
Recordemos que en ese esquema de 
división del trabajo, los agentes no  producen bienes con los que 
satisfacer directamente sus propias  necesidades, sino otros que esperan
 poder intercambiar por aquellos que  sí las satisfacen. Es fácil darse 
cuenta de que todo agente se enfrenta  en este contexto a una doble 
incertidumbre: por un lado, la relacionada  con si sus planes para 
producir determinados bienes resultarán exitosos  (incertidumbre de 
carácter técnico); por otro, la relacionada con si  logrará colocar esos
 productor futuros en unas condiciones que le  resulten favorables, que 
es una incertidumbre más bien de tipo  comercial. Dicho de otra manera: 
todo agente debe preocuparse por gastar  su dinero en escoger los 
métodos productivos que le permitan vender sus  productos a los 
consumidores a unos precios que le compensen el haber  incurrido en esos
 gastos (entre los que hay que incluir el coste de  haber adelantado 
capital a los factores productivos).
Si bien, en cierto modo, la 
incertidumbre técnica puede reducirse con  un mejor conocimiento de, 
precisamente, la técnica, la comercial siempre  estará presente, ya que 
el éxito de un agente económico dependerá de  que no haya otro más 
exitoso que él. Un empresario puede afanarse en  fabricar a muy bajo 
coste un bien que hoy resulta muy  apetecible a los 
consumidores, pero si en el momento de llevarlo al  mercado otro 
empresario ha fabricado otro bien que les agrade más  (tengan o no 
relación entre sí), entonces fracasará.
Para comprender adecuadamente la competencia hemos de reconocer que, simplemente, no sabemos qué bienes obtendrán mañana el favor del consumidor, pues en buena medida este dato sólo se conoce a posteriori,
  cuando todos los empresarios han llevado al mercado sus respectivas  
ofertas de bienes y los consumidores, atendiendo a sus cambiantes  
gustos, circunstancias y expectativas, han elegido. De ahí que Hayek  
dijera con toda propiedad que la competencia es un proceso de  
descubrimiento:
La única justificación que cabe encontrar para hacer uso de la competencia es la de no saber las circunstancias esenciales que van a determinar el comportamiento de nuestros competidores (...) Me gustaría considerar la competencia un proceso sistemático para descubrir hechos que, si ese proceso no existiera, seguirían siendo desconocidos o no serían utilizados.
Dado que no sabemos cuáles van a ser los
 cursos de acción exitosos,  porque ni siquiera el consumidor final 
puede conocer hoy sus necesidades  futuras –ni las opciones entre las 
que podrá elegir–, es esencial que  todos los agentes implicados en una 
división del trabajo tengan la  libertad de proponer planes alternativos
 y competitivos para satisfacer  los deseos de los consumidores. A este 
fin, podrán emplearse todos los  recursos empresariales a que estamos 
habituados pero que no encajan con  los presupuestos de la competencia 
estática: compañías con diferentes  tamaños, diseños industriales, 
decisiones de inversión en I+D,  logística, publicidad, imagen 
corporativa, atención al cliente; alianzas  de diverso tipo –fusiones, 
adquisiciones, joint ventures,  acuerdos de distribución...– 
entre empresas que buscan minimizar los  costes y lograr más visibilidad
 y estabilidad en su cartera de clientes;  y, en definitiva, distintas 
propuestas de valor rivales entre sí, fruto  de la peculiar anticipación
 del futuro que, de manera acertada o  errónea, realiza cada empresario 
para tratar de lograr el favor del  consumidor.
Es así como llegamos a la definición 
dinámica de competencia, que  sería, precisamente, el proceso de 
rivalidad durante el cual los  distintos planes empresariales, presentes
 y futuros, compiten por el  favor de los consumidores. Si en el 
concepto estático la nota distintiva  era la cantidad de empresas 
mediocres que hubiese en el mercado, en la  visión dinámica lo esencial 
es la libertad de entrada en el mercado. No  es tan importante el que haya empresas como el que las pueda haber;
  el consumidor es soberano no porque tenga un ejército de peones  
mediocres, sino porque en cada momento, y gracias a esa libertad para  
proponer planes alternativos, tiene a sus pies a los mejores sirvientes 
 posibles, aunque sólo haya uno. Lo cual, por cierto, no significa que  
ese/esos sirviente/-s sea/-n perfecto/-s y no cometa/-n error alguno,  
sino que su desempeño global es superior al de los demás.
En cierto sentido, podríamos considerar 
la concepción estática de la  competencia como una fotografía y la 
dinámica, como una película. Al  cabo, la primera sólo se preocupa de 
que el consumidor pueda elegir  entre una gran cantidad de ofertas 
predeterminadas y exactamente  iguales: la competencia consistiría aquí 
en la posibilidad de  seleccionar la identidad del proveedor; en cambio,
 la segunda se centra  en que todos los agentes tengan la posibilidad de
 proponer de manera  continua ofertas de valor alternativas para los 
consumidores: aquí, la  competencia quiere decir libertad de entrada en el mercado.
El problema que pretende solventar la concepción dinámica de la competencia –nuestra ignorancia inerradicable–
  se presupone que está resuelto desde el principio cuando se adopta la 
 visión estática, en la que todas las empresas lo conocen todo sobre el 
 entorno de mercado. No hay ningún problema sobre qué y cómo se debe  
producir cuando todos producen lo mismo del mismo modo.
Preferir una u otra concepción de la 
competencia debería ser el  resultado de una elección previa sobre qué 
ciencia económica queremos  elaborar: si una que pretende describir una 
situación de equilibrio,  donde los planes de todos los agentes están 
coordinados en un entorno  irreal... y gracias a ese entorno irreal,
 o una que estudia  cómo los agentes pueden llegar a coordinarse en un 
entorno real, en el  que existen limitaciones del conocimiento.
La decisión que se adopte no es ni mucho
 menos irrelevante, pues  condicionará el entendimiento y el análisis 
que hagamos del mundo que  nos rodea. Exigir a nuestros sistemas 
económicos que se coordinen como si no hubiera un problema de 
información llevará al economista a descartar  como inapropiados todos 
aquellos mecanismos que establezcan las  empresas para coordinarse en un
 entorno donde sí se da ese problema.  Bajo esta premisa, se tenderá a 
eliminar lo que puede funcionar en  nuestro mundo para adoptar lo que 
nos gustaría que funcionara pero que  no puede funcionar... salvo en una
 sociedad de seres omniscientes. Esto  último será particularmente 
importante a la hora de estudiar aquellas  situaciones en que la visión 
estática de la competencia sostiene que se  produce una negación radical
 de la competencia, esto es, allí donde,  lejos de existir multitud de 
empresas que ofertan un único producto, nos  encontramos con una única 
empresa que vende su propia mercancía: el  monopolio.
Para la visión dinámica de la 
competencia, el hecho de que, en un  momento dado, un consumidor sólo 
tenga ante sí un único proveedor no  implica necesariamente la 
existencia de un monopolio, sino sólo que  ningún empresario se ve 
capacitado para proponer ofertas de valor  superiores a las de ese único
 proveedor (con lo que se evita hacerle  infructuosamente la 
competencia), o que ningún empresario es capaz de  convencer al resto de
 factores productivos de la superioridad de su  plan: es decir, 
trabajadores, capitalistas, prestamistas, proveedores,  etc., no creen 
en la viabilidad de su propuesta alternativa. Esto último  comprende 
aquellos casos en que una empresa ya asentada amenaza a sus  proveedores
 con dejar de adquirir sus productos si no se los distribuyen  en 
exclusiva.
En principio, todos los agentes 
implicados deben valorar cuál es la  opción, de entre todas las 
abiertas, que más valor proporciona al  consumidor. Frente a la 
disyuntiva de distribuir en exclusiva a la  empresa asentada o hacerlo a
 las entrantes, puede perfectamente resultar  que la primera alternativa
 sea la más valiosa. Desde un punto de vista  dinámico, ese acuerdo de 
distribución en exclusiva no implica  restricción alguna a la 
competencia, ya que, por un lado, sólo indica  que las nuevas empresas 
no han sido lo suficientemente convincentes como  para que un proveedor 
les suministre su mercancía (no le han pagado lo  suficiente como para 
compensar las pérdidas que sufriría por dejar de  distribuir a la 
compañía asentada), y, por otro, nada impide que otros  proveedores ya 
existentes o de nueva creación pasen a ocupar ese nicho  de mercado.
Un observador externo podría pensar que,
 pese a todo, los acuerdos de  distribución en exclusiva perjudican 
gravemente a los consumidores, pues  de algún modo obstaculizan la 
aparición de propuestas de valor rivales,  esto es, reducen su espectro 
de elecciones. Sin embargo, la limitación  de la entrada de posibles 
competidores también puede favorecerles, en  tanto que la empresa 
asentada ve reducidos los riesgos de que aparezcan  nuevos competidores y
 de que le erosionen su margen de beneficios. Esos  riesgos menores 
pueden traducirse en un mayor compromiso (inversión) a  la hora de 
mejorar la propuesta de valor (mayor calidad del producto,  reducción 
del precio de venta, desarrollo de nuevas mercancías, mayor  
personalización...), lo que terminaría redundando en beneficio del  
consumidor.
Con lo cual volvemos al principio. Si 
una acción puede generar  perjuicios pero también beneficios para los 
consumidores, ¿debe o no  debe emprenderse? Simplemente, no lo sabemos; y
 en eso consiste la  competencia: en un proceso de rivalidad entre 
distintas propuestas de  valor que nos permitirá salir de dudas. 
Prácticamente todo aquello que,  para la perspectiva estática, es 
contrario a la competencia forma parte  de una estrategia empresarial, 
que podrá tener éxito, o no, entre los  consumidores.
Entonces, ¿a qué deberíamos llamar monopolio?
 En un marco  estático de competencia, la respuesta es, aparentemente, 
clara: cuando  sólo una empresa proporcione un determinado producto, 
estaremos ante un  monopolio. Si rascamos un poco en la definición nos 
daremos cuenta de  que, en realidad, se trata de una explicación vacía, 
donde casi todo  puede tener cabida. Al fin y al cabo, ¿qué es un 
producto? ¿Coca-Cola es  un producto en sí mismo, o Pepsi-Cola le hace 
la competencia? ¿El tren  es un medio de transporte que compite con el 
avión, el autobús y el  coche, o una compañía ferroviaria sólo puede 
competir con otra compañía  ferroviaria? ¿Las cadenas de televisión 
compiten sólo entre sí por el  entretenimiento de los consumidores, o 
compiten también con la radio,  los libros o incluso los bares de copas?
Un caso muy llamativo de lo arbitrario 
de la definición de qué sea un  monopolio lo encontramos en el intento 
de fusión que protagonizaron  Staples y Office Depot, los dos mayores 
grandes almacenes  norteamericanos de muebles de oficina, en 1997. La 
operación fue  finalmente abortada una vez que la Comisión Federal del 
Comercio acusara  a ambas empresas de copar hasta el 100% del mercado en
 muchos puntos  del país. Ahora bien, si en lugar de poner el foco en el
 ítem grandes almacenes de muebles de oficina se hubiese tenido
 en cuenta al resto de vendedores de esos productos  –comercios locales,
 grandes almacenes generalistas como Wal-Mart,  vendedores por 
catálogo...–, la cuota de mercado de la empresa  resultante de la fusión
 de Staples y Office Depot apenas habría  representado el 5,5% del 
mercado (y eso que para este ejemplo no hemos  considerado posibles 
sustitutivos al ítem mueble de oficina).
Es, pues, imposible definir externamente
 el mercado objetivo de un  producto, porque ello depende de las 
apreciaciones subjetivas de cada  consumidor. De hecho, si nos fijamos, 
dado que son los propios  consumidores quienes juzgan si un determinado 
producto tiene o no  sustitutivos cercanos, la definición estática de 
monopolio nos aboca a  la paradójica conclusión/acusación de que son los
 propios consumidores  los que engendran los monopolios, con su 
estrechez de miras y su  incapacidad para contemplar otras propuestas de
 valor alternativas.
La perspectiva dinámica de la 
competencia permite solucionar estas  incoherencias. Más que de 
monopolio, deberíamos hablar de restricción  coactiva de la competencia,
 esto es, de la prohibición del lanzamiento  de ciertas propuestas de 
valor alternativas para los consumidores. El  problema no es tanto que 
en un momento determinado no haya más de una  empresa en un sector,
 sino que determinados modelos de negocio  sean protegidos frente a 
alternativas rivales potencialmente superiores  mediante la prohibición 
de las mismas. En otras palabras: el problema es  que el proceso de 
descubrimiento propio de la competencia se interrumpe  una vez se fija 
qué propuestas de valor son admisibles y cuáles no. El  monopolio (o el 
oligopolio), para la visión dinámica, tendría un  significado meramente 
histórico: una empresa, en una época determinada,  se convirtió en 
hegemónica no porque sus propuestas de valor no podían  verse superadas 
por la potencial competencia, sino porque el gobierno o  las mafias 
eliminaban la posibilidad de que existiera dicha competencia.
Taxis y Microsoft
Para ilustrar más claramente las 
profundas implicaciones que tiene el  asumir uno u otro modelo podemos 
contraponer los casos de los taxis  madrileños y Microsoft.
En principio, de acuerdo con la 
concepción estática de la competencia,  los taxis madrileños serían el 
paradigma de la competencia perfecta: un  gran número de pequeños 
empresarios ofrecen un servicio del todo  homogéneo a un precio tasado. 
De acuerdo con esta misma perspectiva,  Microsoft sería o habría sido 
durante mucho tiempo el paradigma de la  empresa monopolista, 
especialmente en materia de sistemas operativos  para ordenadores 
personales.
Sin embargo, para la concepción dinámica
 de la competencia, lo cierto  sería lo opuesto: el mercado de los 
taxis, donde no se puede entrar sin  la preceptiva licencia municipal, 
sería un caso flagrante de oligopolio,  mientras que Microsoft, en tanto
 no ha empleado la fuerza para impedir  propuestas de valor alternativas
 a la suya, sería un modelo claro de  desempeño exitoso en un marco de 
libre competencia.
Tengo la impresión de que la inmensa 
mayoría de la gente coincidirá en  que hay que forzar mucho el sentido 
coloquial e intuitivo del término competencia,  hasta en la 
práctica desvirtuarlo, para poderlo emplear en lo  relacionado con la 
actividad de los taxistas madrileños. Es difícil, si  no imposible, 
calificar de competitivo a un mercado en el que nadie  compite porque 
todas las variables de la oferta –tipo de servicio y  precio– se 
encuentran prefijadas para todos los oferentes y cuya  cantidad, además,
 no se determina en función de las necesidades de los  consumidores, 
sino de los expedidores de licencias.
Por supuesto, cabría buscar explicaciones que trataran de dignificar
 la aplicación del concepto estático de competencia al caso de los  
taxis; la más sencilla se basaría en que los taxis organizan y dan  
soporte al sistema de licencias para crear un cártel estable que les  
permita imponer altos precios a los consumidores, impidiendo que haya  
empresas fuera del cártel que compitan contra el cártel en su conjunto;
  pero ello sólo nos llevaría a fijarnos en la anécdota y despreciar la 
 categoría; pues también se podría modificar lo suficiente el caso de 
los  taxis madrileños para que encajara como un guante en la visión 
estática  de competencia: por ejemplo, suponiendo que, aunque siga 
habiendo  licencias, el expedidor de las mismas imponga unos precios lo 
 suficientemente bajos como para que los taxis no disfrutasen de  
beneficios extraordinarios.
El punto esencial, empero, es que la 
visión estática de la competencia  quiebra porque se desentiende del 
proceso de descubrimiento de las  necesidades de los consumidores. Si 
hay suficientes empresas precio-aceptantes,  tenemos 
competencia; para lo cual poco importa que haya genuina  competencia 
(libertad de entrada en el mercado) o no la haya (licencias o  
regulaciones públicas de precios y cantidades). En este sentido, sí  
tenían razón Lange y todos los otros socialistas que se veían capaces de
  elevar la competencia capitalista a su máxima potencia bajo una  
economía planificada de manera centralizada: si todo consiste en la  
existencia de muchas empresas pequeñas que no intentan lucrarse a costa 
 de los consumidores, el socialismo podría lograrlo de inmediato y por  
decreto-ley. No había mucho de qué preocuparse.
Cuestión distinta es el caso de 
Microsoft. Si bien es probable que, al  igual que en el de los taxis, la
 práctica totalidad de los lectores  considere por intuición que el 
gigante informático es un monopolio no  sometido a competencia alguna, 
no creo que resulte imprescindible  deformar el significado coloquial de
 competencia para hacer referencia al desempeño de dicha compañía.
Al fin y al cabo, es fácil caer en la tentación de considerar a Microsoft un monopolio
 (etimológicamente significa "único vendedor"), pues sólo tendemos a  
fijarnos en la competencia realmente existente, y no en la potencial. Al
  margen de las dificultades ya analizadas para acotar cuál es el  
producto sobre el que Microsoft sería presuntamente el único vendedor,  
lo cierto es que, si nos fijamos correctamente, los consumidores sí  
disponíamos de alternativas frente a Microsoft, pero las rechazábamos  
antes incluso de que se concretaran.
Imagine que dos empresas, A y B, ofrecen
 un mismo producto. Claramente,  A tiene como alternativa a B, y 
viceversa. Si todos los consumidores  eligen como proveedor a A, B 
cerrará sus puertas y no las volverá a  abrir hasta que haya suficientes
 compradores que quieran pasarse a sus  filas desde las de A. En la 
práctica, hasta que los consumidores no  demanden los servicios de B, 
podrá parecer que A no tiene una  alternativa competitiva en el mercado,
 pero, como sabemos, eso supondría  un error: tiene alternativas (B), 
pero son sistemáticamente rechazadas  (no elegidas).
Algo parecido cabe señalar a propósito 
de Microsoft. Hubo un tiempo en  que la excelencia de esta compañía era 
tal, que ni pudo ser desplazada  por las empresas que se atrevieron a 
competir con ella ni, sobre todo,  dejó nichos de mercado que pudieran 
explotar los potenciales  competidores. Quejarse de que nadie competía 
con Microsoft es como  hacerlo por el hecho de que nadie llevara los 
límites de la técnica (y  de su funcionabilidad para los 
usuarios) más allá de lo que lo  hacía Microsoft; no se quejaban de que 
Bill Gates fuese un demonio  (aunque muchos lo creían), sino de que 
nadie elevase su divinidad por  encima de la de Gates.
Tan pronto como el gigante informático 
empezó a meter la pata en  algunos sectores tan relevantes como el de 
los navegadores, los  buscadores de internet o los mp4, de inmediato 
aparecieron empresarios  perspicaces que crearon Firefox, Google o el 
iPod, para descolocarlo. Y  lo consiguieron, vaya si lo consiguieron: 
Internet Explorer, MSN y Zune  dejaron de ser hegemónicos (o ni siquiera
 llegaron a serlo), para verse  sometidos a una presión competitiva 
directa que ha puesto a la compañía  de Gates contra las cuerdas.
Hoy, mediados de 2010, nadie en su sano 
juicio consideraría a Microsoft  un monopolio, salvo, tal vez, en el 
mercado de sistemas operativos (y  ahí las distintas versiones de Unix, 
incluyendo el Mac OS X o el  Android, constituyen una alternativa cada 
vez más empleada). Pero no  convendría olvidar que las acusaciones a las
 que se enfrentaba la  compañía a finales de los 90 y principios del 
siglo XXI se basaban en  que sería capaz de emplear su posición 
dominante en el sector de los  sistemas operativos para extender su 
monopolio a otros mercados, como,  precisamente, el de los navegadores, 
el del correo electrónico o el de  los reproductores de música y video. 
Claramente –y pese a los procesos  judiciales que le hicieron 
despilfarrar miles de millones de dólares en  defenderse de las 
infundadas acusaciones de los burócratas, y que por  tanto no pudo 
dedicar a perfeccionar sus productos para seguir sirviendo  a los 
consumidores mejor que la potencial competencia–, Microsoft no  era un 
monopolio desde un punto de vista dinámico, pues en otro caso  habría 
sido imposible que ninguna otra compañía entrara a competir con  ella 
(le habría estado prohibido).
Es decir, pese a las apariencias, pese a
 convertirse en un determinado  momento en la única empresa en ciertos 
mercados informáticos, Microsoft  seguía compitiendo con todas aquellas 
compañías que podían entrar en  ellos y arrebatarle clientes en cuanto 
se despistara. Por eso los  socialistas nunca hubiesen podido reclamar 
como propios los éxitos de un  proceso dinámico de competencia, ya que 
ello implicaba en cada momento,  no ya resolver un problema técnico a 
partir de una información dada,  sino tomar decisiones a partir de una 
información que no llegaba  siquiera a existir porque la propia 
planificación central del socialismo  impedía que surgiera al finiquitar
 el proceso de descubrimiento de la  competencia capitalista (qué 
propuestas de valor prefieren los  consumidores).
Hemos de desembarazarnos del concepto 
estático de competencia, que sólo  nos conduce a legitimar a unos 
tribunales de defensa de la competencia  que se dedican precisamente a 
atacar y destruir a aquellas empresas que  en cada momento son más 
hábiles para descubrir las necesidades de los  consumidores y más 
eficientes a la hora de satisfacerlas. Primamos la  mediocridad frente a
 la excelencia, a los taciturnos emuladores frente a  los líderes 
enérgicos, y aun así pretendemos seguir innovando y  prosperando. Para 
ello habrá que terminar antes con la persecución de  los genios, y 
comprender que éstos no son unos monopolistas  explotadores, sino unos 
visionarios que se sobreponen continuamente a la  feroz competencia a 
que les somete el resto de la sociedad.
 
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