Dos conceptos de competencia: los taxis contra Microsoft
Durante décadas nos hemos hartado de
escuchar que la gran ventaja de las economías libres es la feroz
competencia que se da entre los empresarios. En ellas, el consumidor es
plenamente soberano gracias a sus posibilidades para cambiar de
suministradores como de cromos: siempre que una compañía trate de
hacerlo peor que el resto subiendo los precios o empeorando la calidad
de sus productos, a los consumidores les queda la alternativa de
refugiarse en otras empresas, que, gracias sean dadas a la feroz
competencia, están interesadas en seguir ofreciendo el mismo producto a
los mismos bajos precios y con las mismas altas calidades de siempre.
Los problemas de esta idealizada imagen
empiezan a emerger cuando nos planteamos la posibilidad de que una
empresa no tenga competidores directos, o bien que varias empresas se
confabulen para lucrarse a costa de los consumidores; es decir, cuando
tomamos en consideración los monopolios y los cárteles: si la cantidad
de compañías se reduce, la soberanía del consumidor parece mermar y los
beneficios del mercado libre no se ven por ningún lado.
Siguiendo este hilo, el economista
polaco Oskar Lange pensaba que el sistema económico socialista que él
proponía para, presuntamente, superar los problemas relativos al
cálculo económico apuntados por Mises en 1920 servía para generar unos
resultados muy similares a los de la competencia capitalista:
El proceso de prueba y error funcionaría, o al menos podría funcionar, mucho mejor en un sistema socialista que en una economía competitiva. El Comité de Planificación Central tiene un conocimiento mucho mayor de lo que sucede en el conjunto del sistema económico que cualquier empresario individual, de modo que podría alcanzar más rápidamente los precios de equilibrio con muchos menos tanteos de prueba y error.
Si, como decía Lange, el socialismo es
capaz de producir condiciones y resultados muy similares a los
previstos por la competencia capitalista, entonces la organización de
los derechos de propiedad resulta del todo irrelevante a la hora de
lograr la prosperidad del conjunto de la sociedad (una conclusión ésta
muy similar, por cierto, a la defendida por los walrasianos en su
Segundo Teorema del Bienestar). Los economistas deberían haberse
planteado que todas estas disparatadas conclusiones, que casan muy mal
con la realidad y con otras proposiciones de la ciencia económica, no
son el necesario corolario de una sólida y robusta teoría previa, sino
la cristalización de una mala definición del término competencia.
Como veremos, la idea de que el capitalismo sólo puede funcionar
correctamente con una pléyade de pequeñas e insignificantes empresas,
sometidas, de un modo muy inmediato, a los designios del consumidor,
depende fundamentalmente de si adoptamos un buen o mal concepto de
competencia.
Estatismo y dinamismo
"No sería difícil defender que los
microeconomistas han estado analizado la competencia durante los
últimos cuarenta o cincuenta años bajo hipótesis que, de ser ciertas,
convertirían la competencia en algo totalmente inútil e irrelevante",
anotaba Hayek al principio de su célebre artículo "Competencia como un
proceso de descubrimiento"; y añadía:
Si todo el mundo conociera de antemano todo eso que la teoría económica denomina datos, entonces la competencia sería un proceso muy costoso para lograr que la realidad se ajustara a esos hechos.
Con esta reflexión, el austriaco estaba
sin duda respondiendo a Lange, con su descabellada idea de que el
socialismo es algo así como la culminación del proceso competitivo. De
acuerdo con el Nobel de Economía de 1974, es posible distinguir entre
dos conceptos de competencia, que nosotros agruparemos bajo las
denominaciones de competencia estática y competencia dinámica.
La de la competencia estática es la
definición empleada por la inmensa mayoría de los economistas. Según
esta perspectiva, la competencia es una situación en la que hay un
número tan grande de empresas, que ninguna de ellas puede influir sobre
el precio al que vende sus productos. Hablamos, pues, de empresas precio-aceptantes.
Obviamente, para que esta situación se mantenga en el tiempo es
necesario que ninguna compañía destaque sobre el resto (en caso
contrario, alguna comenzaría a acaparar a los clientes de las demás); es
decir, que todas sean igual de mediocres. Y para universalizar la
mediocridad es necesario exigir a su vez
- que todas las empresas vendan exactamente el mismo producto;
- que ninguna empresa aplique mejoras en sus métodos productivos;
- que las condiciones económicas se mantengan estables, o, si se producen cambios, que éstos sean anticipados al mismo tiempo y del mismo modo por todas las empresas.
En caso de que los productos no sean
homogéneos o de que no todas las compañías posean una información
perfecta sobre los métodos de producción y sobre las preferencias
presentes y futuras de los consumidores, alguna podrá ser más perspicaz
que el resto a la hora de servir a sus clientes y, por tanto,
incrementar su cuota de mercado, lo que le permitirá influir
directamente sobre los precios y la calidad de la mercancía (obtendrá poder de mercado), quitando así soberanía al consumidor.
Esto equivale a reputar como políticas
contrarias a la competencia fenómenos y prácticas empresariales tan
ordinarios como las fusiones, las adquisiciones, la inversión en I+D,
la publicidad, el cuidado de la marca, la personalización de los
productos, los acuerdos de distribución, los secretos comerciales o,
simplemente, las desiguales estimaciones empresariales de las
necesidades de los consumidores. En otras palabras, equivale a reputar
como contraria a la competencia la mera actividad empresarial. Lo cual,
por cierto, no quiere decir que los defensores de la visión estática
de la competencia sean favorables a prohibir todas las prácticas
anteriores (ya que, pese a restringir la competencia, podrían terminar
teniendo un efecto neto positivo sobre el bienestar social), sino que
tales prácticas son vistas con suspicacia en tanto nos alejarían del
modelo ideal de competencia perfecta.
Frente a esta concepción estática de la
competencia, donde lo importante es que en un momento dado haya una
gran cantidad de empresas sin poder de mercado, podemos trazar otro, de
carácter dinámico, cuyo punto de partida sea el reconocimiento de la inerradicable incertidumbre a que se enfrenta todo agente económico en un sistema de división del trabajo y del conocimiento.
Recordemos que en ese esquema de
división del trabajo, los agentes no producen bienes con los que
satisfacer directamente sus propias necesidades, sino otros que esperan
poder intercambiar por aquellos que sí las satisfacen. Es fácil darse
cuenta de que todo agente se enfrenta en este contexto a una doble
incertidumbre: por un lado, la relacionada con si sus planes para
producir determinados bienes resultarán exitosos (incertidumbre de
carácter técnico); por otro, la relacionada con si logrará colocar esos
productor futuros en unas condiciones que le resulten favorables, que
es una incertidumbre más bien de tipo comercial. Dicho de otra manera:
todo agente debe preocuparse por gastar su dinero en escoger los
métodos productivos que le permitan vender sus productos a los
consumidores a unos precios que le compensen el haber incurrido en esos
gastos (entre los que hay que incluir el coste de haber adelantado
capital a los factores productivos).
Si bien, en cierto modo, la
incertidumbre técnica puede reducirse con un mejor conocimiento de,
precisamente, la técnica, la comercial siempre estará presente, ya que
el éxito de un agente económico dependerá de que no haya otro más
exitoso que él. Un empresario puede afanarse en fabricar a muy bajo
coste un bien que hoy resulta muy apetecible a los
consumidores, pero si en el momento de llevarlo al mercado otro
empresario ha fabricado otro bien que les agrade más (tengan o no
relación entre sí), entonces fracasará.
Para comprender adecuadamente la competencia hemos de reconocer que, simplemente, no sabemos qué bienes obtendrán mañana el favor del consumidor, pues en buena medida este dato sólo se conoce a posteriori,
cuando todos los empresarios han llevado al mercado sus respectivas
ofertas de bienes y los consumidores, atendiendo a sus cambiantes
gustos, circunstancias y expectativas, han elegido. De ahí que Hayek
dijera con toda propiedad que la competencia es un proceso de
descubrimiento:
La única justificación que cabe encontrar para hacer uso de la competencia es la de no saber las circunstancias esenciales que van a determinar el comportamiento de nuestros competidores (...) Me gustaría considerar la competencia un proceso sistemático para descubrir hechos que, si ese proceso no existiera, seguirían siendo desconocidos o no serían utilizados.
Dado que no sabemos cuáles van a ser los
cursos de acción exitosos, porque ni siquiera el consumidor final
puede conocer hoy sus necesidades futuras –ni las opciones entre las
que podrá elegir–, es esencial que todos los agentes implicados en una
división del trabajo tengan la libertad de proponer planes alternativos
y competitivos para satisfacer los deseos de los consumidores. A este
fin, podrán emplearse todos los recursos empresariales a que estamos
habituados pero que no encajan con los presupuestos de la competencia
estática: compañías con diferentes tamaños, diseños industriales,
decisiones de inversión en I+D, logística, publicidad, imagen
corporativa, atención al cliente; alianzas de diverso tipo –fusiones,
adquisiciones, joint ventures, acuerdos de distribución...–
entre empresas que buscan minimizar los costes y lograr más visibilidad
y estabilidad en su cartera de clientes; y, en definitiva, distintas
propuestas de valor rivales entre sí, fruto de la peculiar anticipación
del futuro que, de manera acertada o errónea, realiza cada empresario
para tratar de lograr el favor del consumidor.
Es así como llegamos a la definición
dinámica de competencia, que sería, precisamente, el proceso de
rivalidad durante el cual los distintos planes empresariales, presentes
y futuros, compiten por el favor de los consumidores. Si en el
concepto estático la nota distintiva era la cantidad de empresas
mediocres que hubiese en el mercado, en la visión dinámica lo esencial
es la libertad de entrada en el mercado. No es tan importante el que haya empresas como el que las pueda haber;
el consumidor es soberano no porque tenga un ejército de peones
mediocres, sino porque en cada momento, y gracias a esa libertad para
proponer planes alternativos, tiene a sus pies a los mejores sirvientes
posibles, aunque sólo haya uno. Lo cual, por cierto, no significa que
ese/esos sirviente/-s sea/-n perfecto/-s y no cometa/-n error alguno,
sino que su desempeño global es superior al de los demás.
En cierto sentido, podríamos considerar
la concepción estática de la competencia como una fotografía y la
dinámica, como una película. Al cabo, la primera sólo se preocupa de
que el consumidor pueda elegir entre una gran cantidad de ofertas
predeterminadas y exactamente iguales: la competencia consistiría aquí
en la posibilidad de seleccionar la identidad del proveedor; en cambio,
la segunda se centra en que todos los agentes tengan la posibilidad de
proponer de manera continua ofertas de valor alternativas para los
consumidores: aquí, la competencia quiere decir libertad de entrada en el mercado.
El problema que pretende solventar la concepción dinámica de la competencia –nuestra ignorancia inerradicable–
se presupone que está resuelto desde el principio cuando se adopta la
visión estática, en la que todas las empresas lo conocen todo sobre el
entorno de mercado. No hay ningún problema sobre qué y cómo se debe
producir cuando todos producen lo mismo del mismo modo.
Preferir una u otra concepción de la
competencia debería ser el resultado de una elección previa sobre qué
ciencia económica queremos elaborar: si una que pretende describir una
situación de equilibrio, donde los planes de todos los agentes están
coordinados en un entorno irreal... y gracias a ese entorno irreal,
o una que estudia cómo los agentes pueden llegar a coordinarse en un
entorno real, en el que existen limitaciones del conocimiento.
La decisión que se adopte no es ni mucho
menos irrelevante, pues condicionará el entendimiento y el análisis
que hagamos del mundo que nos rodea. Exigir a nuestros sistemas
económicos que se coordinen como si no hubiera un problema de
información llevará al economista a descartar como inapropiados todos
aquellos mecanismos que establezcan las empresas para coordinarse en un
entorno donde sí se da ese problema. Bajo esta premisa, se tenderá a
eliminar lo que puede funcionar en nuestro mundo para adoptar lo que
nos gustaría que funcionara pero que no puede funcionar... salvo en una
sociedad de seres omniscientes. Esto último será particularmente
importante a la hora de estudiar aquellas situaciones en que la visión
estática de la competencia sostiene que se produce una negación radical
de la competencia, esto es, allí donde, lejos de existir multitud de
empresas que ofertan un único producto, nos encontramos con una única
empresa que vende su propia mercancía: el monopolio.
Para la visión dinámica de la
competencia, el hecho de que, en un momento dado, un consumidor sólo
tenga ante sí un único proveedor no implica necesariamente la
existencia de un monopolio, sino sólo que ningún empresario se ve
capacitado para proponer ofertas de valor superiores a las de ese único
proveedor (con lo que se evita hacerle infructuosamente la
competencia), o que ningún empresario es capaz de convencer al resto de
factores productivos de la superioridad de su plan: es decir,
trabajadores, capitalistas, prestamistas, proveedores, etc., no creen
en la viabilidad de su propuesta alternativa. Esto último comprende
aquellos casos en que una empresa ya asentada amenaza a sus proveedores
con dejar de adquirir sus productos si no se los distribuyen en
exclusiva.
En principio, todos los agentes
implicados deben valorar cuál es la opción, de entre todas las
abiertas, que más valor proporciona al consumidor. Frente a la
disyuntiva de distribuir en exclusiva a la empresa asentada o hacerlo a
las entrantes, puede perfectamente resultar que la primera alternativa
sea la más valiosa. Desde un punto de vista dinámico, ese acuerdo de
distribución en exclusiva no implica restricción alguna a la
competencia, ya que, por un lado, sólo indica que las nuevas empresas
no han sido lo suficientemente convincentes como para que un proveedor
les suministre su mercancía (no le han pagado lo suficiente como para
compensar las pérdidas que sufriría por dejar de distribuir a la
compañía asentada), y, por otro, nada impide que otros proveedores ya
existentes o de nueva creación pasen a ocupar ese nicho de mercado.
Un observador externo podría pensar que,
pese a todo, los acuerdos de distribución en exclusiva perjudican
gravemente a los consumidores, pues de algún modo obstaculizan la
aparición de propuestas de valor rivales, esto es, reducen su espectro
de elecciones. Sin embargo, la limitación de la entrada de posibles
competidores también puede favorecerles, en tanto que la empresa
asentada ve reducidos los riesgos de que aparezcan nuevos competidores y
de que le erosionen su margen de beneficios. Esos riesgos menores
pueden traducirse en un mayor compromiso (inversión) a la hora de
mejorar la propuesta de valor (mayor calidad del producto, reducción
del precio de venta, desarrollo de nuevas mercancías, mayor
personalización...), lo que terminaría redundando en beneficio del
consumidor.
Con lo cual volvemos al principio. Si
una acción puede generar perjuicios pero también beneficios para los
consumidores, ¿debe o no debe emprenderse? Simplemente, no lo sabemos; y
en eso consiste la competencia: en un proceso de rivalidad entre
distintas propuestas de valor que nos permitirá salir de dudas.
Prácticamente todo aquello que, para la perspectiva estática, es
contrario a la competencia forma parte de una estrategia empresarial,
que podrá tener éxito, o no, entre los consumidores.
Entonces, ¿a qué deberíamos llamar monopolio?
En un marco estático de competencia, la respuesta es, aparentemente,
clara: cuando sólo una empresa proporcione un determinado producto,
estaremos ante un monopolio. Si rascamos un poco en la definición nos
daremos cuenta de que, en realidad, se trata de una explicación vacía,
donde casi todo puede tener cabida. Al fin y al cabo, ¿qué es un
producto? ¿Coca-Cola es un producto en sí mismo, o Pepsi-Cola le hace
la competencia? ¿El tren es un medio de transporte que compite con el
avión, el autobús y el coche, o una compañía ferroviaria sólo puede
competir con otra compañía ferroviaria? ¿Las cadenas de televisión
compiten sólo entre sí por el entretenimiento de los consumidores, o
compiten también con la radio, los libros o incluso los bares de copas?
Un caso muy llamativo de lo arbitrario
de la definición de qué sea un monopolio lo encontramos en el intento
de fusión que protagonizaron Staples y Office Depot, los dos mayores
grandes almacenes norteamericanos de muebles de oficina, en 1997. La
operación fue finalmente abortada una vez que la Comisión Federal del
Comercio acusara a ambas empresas de copar hasta el 100% del mercado en
muchos puntos del país. Ahora bien, si en lugar de poner el foco en el
ítem grandes almacenes de muebles de oficina se hubiese tenido
en cuenta al resto de vendedores de esos productos –comercios locales,
grandes almacenes generalistas como Wal-Mart, vendedores por
catálogo...–, la cuota de mercado de la empresa resultante de la fusión
de Staples y Office Depot apenas habría representado el 5,5% del
mercado (y eso que para este ejemplo no hemos considerado posibles
sustitutivos al ítem mueble de oficina).
Es, pues, imposible definir externamente
el mercado objetivo de un producto, porque ello depende de las
apreciaciones subjetivas de cada consumidor. De hecho, si nos fijamos,
dado que son los propios consumidores quienes juzgan si un determinado
producto tiene o no sustitutivos cercanos, la definición estática de
monopolio nos aboca a la paradójica conclusión/acusación de que son los
propios consumidores los que engendran los monopolios, con su
estrechez de miras y su incapacidad para contemplar otras propuestas de
valor alternativas.
La perspectiva dinámica de la
competencia permite solucionar estas incoherencias. Más que de
monopolio, deberíamos hablar de restricción coactiva de la competencia,
esto es, de la prohibición del lanzamiento de ciertas propuestas de
valor alternativas para los consumidores. El problema no es tanto que
en un momento determinado no haya más de una empresa en un sector,
sino que determinados modelos de negocio sean protegidos frente a
alternativas rivales potencialmente superiores mediante la prohibición
de las mismas. En otras palabras: el problema es que el proceso de
descubrimiento propio de la competencia se interrumpe una vez se fija
qué propuestas de valor son admisibles y cuáles no. El monopolio (o el
oligopolio), para la visión dinámica, tendría un significado meramente
histórico: una empresa, en una época determinada, se convirtió en
hegemónica no porque sus propuestas de valor no podían verse superadas
por la potencial competencia, sino porque el gobierno o las mafias
eliminaban la posibilidad de que existiera dicha competencia.
Taxis y Microsoft
Para ilustrar más claramente las
profundas implicaciones que tiene el asumir uno u otro modelo podemos
contraponer los casos de los taxis madrileños y Microsoft.
En principio, de acuerdo con la
concepción estática de la competencia, los taxis madrileños serían el
paradigma de la competencia perfecta: un gran número de pequeños
empresarios ofrecen un servicio del todo homogéneo a un precio tasado.
De acuerdo con esta misma perspectiva, Microsoft sería o habría sido
durante mucho tiempo el paradigma de la empresa monopolista,
especialmente en materia de sistemas operativos para ordenadores
personales.
Sin embargo, para la concepción dinámica
de la competencia, lo cierto sería lo opuesto: el mercado de los
taxis, donde no se puede entrar sin la preceptiva licencia municipal,
sería un caso flagrante de oligopolio, mientras que Microsoft, en tanto
no ha empleado la fuerza para impedir propuestas de valor alternativas
a la suya, sería un modelo claro de desempeño exitoso en un marco de
libre competencia.
Tengo la impresión de que la inmensa
mayoría de la gente coincidirá en que hay que forzar mucho el sentido
coloquial e intuitivo del término competencia, hasta en la
práctica desvirtuarlo, para poderlo emplear en lo relacionado con la
actividad de los taxistas madrileños. Es difícil, si no imposible,
calificar de competitivo a un mercado en el que nadie compite porque
todas las variables de la oferta –tipo de servicio y precio– se
encuentran prefijadas para todos los oferentes y cuya cantidad, además,
no se determina en función de las necesidades de los consumidores,
sino de los expedidores de licencias.
Por supuesto, cabría buscar explicaciones que trataran de dignificar
la aplicación del concepto estático de competencia al caso de los
taxis; la más sencilla se basaría en que los taxis organizan y dan
soporte al sistema de licencias para crear un cártel estable que les
permita imponer altos precios a los consumidores, impidiendo que haya
empresas fuera del cártel que compitan contra el cártel en su conjunto;
pero ello sólo nos llevaría a fijarnos en la anécdota y despreciar la
categoría; pues también se podría modificar lo suficiente el caso de
los taxis madrileños para que encajara como un guante en la visión
estática de competencia: por ejemplo, suponiendo que, aunque siga
habiendo licencias, el expedidor de las mismas imponga unos precios lo
suficientemente bajos como para que los taxis no disfrutasen de
beneficios extraordinarios.
El punto esencial, empero, es que la
visión estática de la competencia quiebra porque se desentiende del
proceso de descubrimiento de las necesidades de los consumidores. Si
hay suficientes empresas precio-aceptantes, tenemos
competencia; para lo cual poco importa que haya genuina competencia
(libertad de entrada en el mercado) o no la haya (licencias o
regulaciones públicas de precios y cantidades). En este sentido, sí
tenían razón Lange y todos los otros socialistas que se veían capaces de
elevar la competencia capitalista a su máxima potencia bajo una
economía planificada de manera centralizada: si todo consiste en la
existencia de muchas empresas pequeñas que no intentan lucrarse a costa
de los consumidores, el socialismo podría lograrlo de inmediato y por
decreto-ley. No había mucho de qué preocuparse.
Cuestión distinta es el caso de
Microsoft. Si bien es probable que, al igual que en el de los taxis, la
práctica totalidad de los lectores considere por intuición que el
gigante informático es un monopolio no sometido a competencia alguna,
no creo que resulte imprescindible deformar el significado coloquial de
competencia para hacer referencia al desempeño de dicha compañía.
Al fin y al cabo, es fácil caer en la tentación de considerar a Microsoft un monopolio
(etimológicamente significa "único vendedor"), pues sólo tendemos a
fijarnos en la competencia realmente existente, y no en la potencial. Al
margen de las dificultades ya analizadas para acotar cuál es el
producto sobre el que Microsoft sería presuntamente el único vendedor,
lo cierto es que, si nos fijamos correctamente, los consumidores sí
disponíamos de alternativas frente a Microsoft, pero las rechazábamos
antes incluso de que se concretaran.
Imagine que dos empresas, A y B, ofrecen
un mismo producto. Claramente, A tiene como alternativa a B, y
viceversa. Si todos los consumidores eligen como proveedor a A, B
cerrará sus puertas y no las volverá a abrir hasta que haya suficientes
compradores que quieran pasarse a sus filas desde las de A. En la
práctica, hasta que los consumidores no demanden los servicios de B,
podrá parecer que A no tiene una alternativa competitiva en el mercado,
pero, como sabemos, eso supondría un error: tiene alternativas (B),
pero son sistemáticamente rechazadas (no elegidas).
Algo parecido cabe señalar a propósito
de Microsoft. Hubo un tiempo en que la excelencia de esta compañía era
tal, que ni pudo ser desplazada por las empresas que se atrevieron a
competir con ella ni, sobre todo, dejó nichos de mercado que pudieran
explotar los potenciales competidores. Quejarse de que nadie competía
con Microsoft es como hacerlo por el hecho de que nadie llevara los
límites de la técnica (y de su funcionabilidad para los
usuarios) más allá de lo que lo hacía Microsoft; no se quejaban de que
Bill Gates fuese un demonio (aunque muchos lo creían), sino de que
nadie elevase su divinidad por encima de la de Gates.
Tan pronto como el gigante informático
empezó a meter la pata en algunos sectores tan relevantes como el de
los navegadores, los buscadores de internet o los mp4, de inmediato
aparecieron empresarios perspicaces que crearon Firefox, Google o el
iPod, para descolocarlo. Y lo consiguieron, vaya si lo consiguieron:
Internet Explorer, MSN y Zune dejaron de ser hegemónicos (o ni siquiera
llegaron a serlo), para verse sometidos a una presión competitiva
directa que ha puesto a la compañía de Gates contra las cuerdas.
Hoy, mediados de 2010, nadie en su sano
juicio consideraría a Microsoft un monopolio, salvo, tal vez, en el
mercado de sistemas operativos (y ahí las distintas versiones de Unix,
incluyendo el Mac OS X o el Android, constituyen una alternativa cada
vez más empleada). Pero no convendría olvidar que las acusaciones a las
que se enfrentaba la compañía a finales de los 90 y principios del
siglo XXI se basaban en que sería capaz de emplear su posición
dominante en el sector de los sistemas operativos para extender su
monopolio a otros mercados, como, precisamente, el de los navegadores,
el del correo electrónico o el de los reproductores de música y video.
Claramente –y pese a los procesos judiciales que le hicieron
despilfarrar miles de millones de dólares en defenderse de las
infundadas acusaciones de los burócratas, y que por tanto no pudo
dedicar a perfeccionar sus productos para seguir sirviendo a los
consumidores mejor que la potencial competencia–, Microsoft no era un
monopolio desde un punto de vista dinámico, pues en otro caso habría
sido imposible que ninguna otra compañía entrara a competir con ella
(le habría estado prohibido).
Es decir, pese a las apariencias, pese a
convertirse en un determinado momento en la única empresa en ciertos
mercados informáticos, Microsoft seguía compitiendo con todas aquellas
compañías que podían entrar en ellos y arrebatarle clientes en cuanto
se despistara. Por eso los socialistas nunca hubiesen podido reclamar
como propios los éxitos de un proceso dinámico de competencia, ya que
ello implicaba en cada momento, no ya resolver un problema técnico a
partir de una información dada, sino tomar decisiones a partir de una
información que no llegaba siquiera a existir porque la propia
planificación central del socialismo impedía que surgiera al finiquitar
el proceso de descubrimiento de la competencia capitalista (qué
propuestas de valor prefieren los consumidores).
Hemos de desembarazarnos del concepto
estático de competencia, que sólo nos conduce a legitimar a unos
tribunales de defensa de la competencia que se dedican precisamente a
atacar y destruir a aquellas empresas que en cada momento son más
hábiles para descubrir las necesidades de los consumidores y más
eficientes a la hora de satisfacerlas. Primamos la mediocridad frente a
la excelencia, a los taciturnos emuladores frente a los líderes
enérgicos, y aun así pretendemos seguir innovando y prosperando. Para
ello habrá que terminar antes con la persecución de los genios, y
comprender que éstos no son unos monopolistas explotadores, sino unos
visionarios que se sobreponen continuamente a la feroz competencia a
que les somete el resto de la sociedad.
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