Cuba: Por qué fracasó la república que soñó Martí
La destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del Estado.
(Simón Bolívar)
Durante el primer medio siglo de vida independiente, los cubanos
solíamos referirnos nostálgicamente a "la república que soñó Martí". Era
un recurso retórico generalmente utilizado para quejarnos de la
realidad política y social del país. Lo que allí sucedía, aparentemente,
no era lo que Martí se había propuesto crear. Algo había salido mal.
Algo no había funcionado. ¿Qué sucedió? ¿Qué era lo que tenía Martí en
la cabeza cuando convocó a la lucha por la independencia en 1895, y por
qué embarrancó aquel proyecto que tanta sangre y sacrificio costara? Los
papeles que siguen tratan de responder esas dos preguntas.
La forja de un nacionalista romántico
A los 16 años, en 1869, Martí tuvo su primer encontronazo con la
justicia española por defender la independencia de Cuba. Probablemente,
entonces pesaba más en él la influencia de su admirado maestro Rafael
María Mendive, director de la escuela San Pablo, que la de sus padres
españoles. Mendive, ex discípulo de José de la Luz y Caballero en el
legendario colegio El Salvador, era un intelectual de personalidad
agradable, buen poeta romántico, mientras que don Mariano, el padre de
Martí, era un militar de bajo rango, limitada educación y no muy buen
carácter, de manera que es explicable que aquel niño sensible y
extremadamente inteligente que fue Martí, sin advertirlo, y sin dejar de
profesar un gran cariño a su padre, haya efectuado psicológicamente un
cambio de modelo paterno, colocándose bajo la autoridad moral de su
admirado maestro y mentor.
Martí se hizo poeta romántico y se decantó como un nacionalista
cubano de la mano de Mendive. La poesía, el romanticismo y el
nacionalismo, al fin y al cabo, eran categorías vecinas que casi siempre
iban juntas. Su mundo adolescente –y ahí está el poema Abdala
como prueba– es un universo de arquetipos heroicos, de exaltación de
figuras valientes y entregadas al sacrificio, gente toda maravillosa a
la que se debía emular. Esa visión formaba parte de la sensibilidad
romántica, y Martí la había adquirido en la casa de Mendive, a veces en
el patio del colegio, donde los muchachos recitaban los versos
patrióticos del maestro. Allí, quizás, también decidió que el desinterés
económico era una virtud extraordinaria, cuando vio a su amado profesor
empeñar su reloj "para prestarle seis onzas a un poeta necesitado. Y
luego –dice Martí– yo le llevé un reloj nuevo, que le compramos los
discípulos, que le queríamos; y se lo di llorando".
Esa primera patria a la que se asoma Martí es pura emoción, puro
romanticismo espiritual y estético. Es en esa etapa y dentro de esa
atmósfera psicológica donde Martí comienza a sentirse cubano.
Naturalmente, pudo haber sido de otro modo si el azar no lo hubiera
colocado en un medio criollo y patriótico. Al fin y al cabo, su madre,
doña Leonor Pérez, era canaria, su padre, don Mariano, era un militar
valenciano, él era el primogénito de la familia y había viajado a España
siendo niño, lo que pudo acercarlo más a esas raíces. Don Mariano
incluso había participado activamente en la lucha contra la expedición
de Narciso López durante el primer intento violento de los cubanos por
separarse de España, y es posible que la primera versión de esos hechos
que el niño escuchara respaldara la visión integrista de los
peninsulares.
De alguna manera, para Martí ser cubano fue una elección en la que no
faltaron agónicas contradicciones. Para él, ser cubano era una
identidad escogida, no heredada. Sus circunstancias personales, al menos
dentro de las cuatro paredes del hogar, eran muy españolas. Muy
integristas, como entonces se decía, aunque probablemente sin gran
contenido ideológico. No parece que Mariano o Leonor participaran
apasionadamente de ese debate, y ambos fueron siempre muy solidarios con
el hijo amado, pero la familia tenía en el centro de La Habana una casa
radicalmente española, como sucedía en decenas de millares de hogares
habitados por españoles o por hispano-cubanos en aquella Antilla.
En todo caso, hasta ese punto –16 años, poca formación– lo que Martí
sueña es con que Cuba se autogobierne y sea independiente. Sueña con una
nación. Eso es lo que ha aprendido en la escuela. Eso es lo que escucha
a su maestro Mendive. Todavía, lógicamente, no se ha planteado en qué
tipo de Estado podría encarnar esa nación. No tiene edad ni lecturas
para una reflexión de esa naturaleza. Sin embargo, junto a la defensa
del derecho a la independencia y al autogobierno, Martí se ha acercado a
las ideas liberales, que solían ser las de los partidarios de los
cambios. Mendive, como casi todos los patriotas de su época, y como una
buena parte de la población española, pero de la radicada en España, era
eso: un liberal.
En efecto, desde principios del siglo XIX, y aun antes, desde fines
del siglo XVIII, la sociedad española se fue alejando paulatinamente del
pensamiento del antiguo régimen −absolutista, defensor de la soberanía
real en lugar de soberanía popular, fanático en materia religiosa,
carente de libertades, aristocrático− para dar paso a la mentalidad
propia de los Estados modernos caracterizados por los valores opuestos
surgidos de la Ilustración: defensores del control del Parlamento sobre
los gobernantes y de la autoridad emanada de la voluntad popular,
partidarios de los métodos electorales democráticos, tolerantes en las
cosas del espíritu (de ahí el auge de la masonería entre los liberales y
los independentistas) y respetuosos de los derechos individuales tal y
como se consignaron en la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano proclamada en Francia o en el Bill of Rightsestadounidense.
Ese debate se dio en Cuba de una manera clarísima en torno a la
Constitución de Cádiz de 1812, y cuajó, una década más tarde, en la
cátedra de Derecho Constitucional que el presbítero Félix Varela dictó a
aula llena en La Habana, en el Seminario de San Carlos. Es verdad que
Fernando VII se encargó de hacer abortar ese movimiento renovador de la
cosmovisión hispana −Cuba incluida−, pero tras su muerte, ocurrida en
1833, alcanzaron el poder diversas parcelas del liberalismo (a veces
encarnizadamente enfrentadas) y comenzó aceleradamente en España y en
Cuba el desmantelamiento de la vieja mentalidad.
El mismo año en que Martí nació: 1853, murió en España Juan Álvarez
Mendizábal, un prominente político liberal que en 1836 (había regresado
del exilio dos años antes) desamortizó −literalmente: sacó del
mundo de los muertos− las enormes propiedades en manos de la Iglesia
Católica, privando a ésta de los recursos materiales con que contaba y
poniendo en marcha un irreversible proceso de secularización que también
afectó al clero en las colonias antillanas. Tal vez los cubanos de
nuestros días lo ignoren, pero aquel capitán general Miguel Tacón,
llegado a la Isla en 1834 para instaurar un régimen de control policiaco
realmente severo, se consideraba un liberal, como liberal fue, y de los
importantes, Leopoldo O'Donnell, cruel represor en Cuba durante la
Conspiración de la Escalera (1844) pero notable reformador liberal en la
España de su tiempo.
La primera república que Martí conoce
Esa contradicción −liberales en España y reaccionarios en Cuba− la
observó José Martí cuando tenía 20 años y era un universitario
desterrado en la Madre Patria. Es importante entender el paralelismo: en
octubre de 1868 estalla en Cuba la llamada Guerra de los Diez Años;
Martí es detenido, juzgado y condenado a seis años de cárcel por firmar
una carta en la que llama "apóstata" a un compañero de estudios, Carlos
de Castro y Castro −profética reiteración−, por haberse enrolado en el
ejército español para combatir a los insurgentes, y le recuerda que él,
Castro, es un discípulo de Rafael María Mendive, lo que le obligaba a un
comportamiento honorable y patriótico.
En ese mismo año, un mes antes, en septiembre, triunfa en España la
Revolución Gloriosa, encaminada a imponer por la fuerza los valores
liberales a la Monarquía española. De los siete firmantes de la proclama
que anuncia el levantamiento, tres han ejercido, o ejercerán pronto, el
mando en Cuba: Francisco Serrano –el llamado General Bonito, ex amante
de la reina despojada de su trono−, Domingo Dulce y Antonio Caballero de
Rodas. Otro de los firmantes, Juan Prim –ex capitán general en Puerto
Rico, donde gobernó con la punta de la fusta–, tuvo una cierta amistad
con Carlos Manuel de Céspedes, de cuando el bayamés vivía en Barcelona.
Los cubanos independentistas, pues, tenían derecho a albergar cierto
optimismo.
Exiliada la reina Isabel II y derrocada la dinastía, los golpistas
buscan a otro monarca en alguna casa reinante europea. La condición es
que se someta a la autoridad del Parlamento, que sea demócrata y
católico. Por fin, encuentran a un príncipe italiano de la Casa de
Saboya, hijo del rey de Italia, quien en noviembre de 1870, tras ser
elegido por la mayoría del Parlamento español, jura su cargo como Amadeo
I. Cuba, pues, tiene un rey italo-español, y parece ser el monarca
perfecto: liberal, masón (con licencia papal) y tolerante. Previamente,
en 1869, las Cortes han aprobado una Constitución absolutamente liberal,
en gran medida inspirada en la de Estados Unidos. Todos los derechos
fundamentales han sido consignados en el texto.
Lo que parece querer la sociedad española es democracia, libertades,
orden y progreso. Lo mismo que la cubana. El experimento, sin embargo,
fracasa penosamente: la guerra en Cuba, las conspiraciones de los
militares, las divisiones entre las distintas facciones liberales, los
republicanos, los conservadores, los carlistas y los isabelinos
(partidarios de la reina depuesta), hacen al país ingobernable. "Esto
es una jaula de locos", exclama, desesperado, más de una vez, el pobre
rey italiano. Por fin, en febrero de 1873, abdica y regresa a Italia, e
inmediatamente se declara la primera república española.
Entre las personas que viven apasionadamente esos hechos en España
está José Martí, entonces un joven estudiante universitario de apenas 20
años que ya comienza a darse a conocer y a publicar artículos en la
prensa. Martí espera que la república española reconozca a la república
cubana. Le parece lógico y coherente. Sólo cuatro días después de
proclamada la República, el 15 de febrero de 1873, Martí da a conocer su
ensayo La república española ante la revolución cubana. Le
resulta inconcebible que quienes invocan los principios democráticos de
la soberanía popular para cambiar el régimen en España nieguen a los
cubanos esos mismos derechos para reclamar la creación de una república
independiente. Martí no usa el término, porque entonces no existía, pero
hace una clara defensa del "derecho a la autodeterminación".
Sin embargo, la experiencia de esa primera república española debe de
haber sido contradictoria para Martí: se exacerban todos los conflictos
internos en la Península, pero muy especialmente los de carácter étnico
y regional. Federales y unitarios se van a la greña. El Parlamento
trata de imitar el sistema federal norteamericano y aprueba unas reglas
que conceden una enorme dosis de autonomía a las regiones, pero lo que
sucede es que España casi se desintegra en una lucha que incluye
conspiraciones militares, graves problemas sindicales, renovación de las
guerras carlistas, intentos de golpe de estado y la pintoresca y
sangrienta insubordinación del cantón de Cartagena, en Murcia, con el
consecuente bombardeo de Almería por parte de los insurrectos, quienes,
entre otras locuras, piden ser anexionados por Estados Unidos. Es en ese
clima caótico donde se justifica la frase lapidaria y desesperada,
aunque escasamente elegante, con que el primer presidente de la
República, el catalán Estanislao Figueras, había renunciado a su cargo
meses antes de estos hechos, largándose subrepticiamente a París: "Estoy
hasta los cojones de todos nosotros".
Realmente, visto a siglo y medio de distancia, lo que parece
asombroso es que España, colocada al borde del colapso, simultáneamente
hubiera podido mantener en Cuba una guerra colonial terriblemente
impopular y costosa. En ese momento Martí ya ha terminado sus estudios, y
con el auxilio económico de Fermín Valdés Domínguez decide abandonar
España, rumbo a Francia. Transcurría el mes de diciembre de 1874 y
naufragaba la República con gran pena y sin ninguna gloria. Pocos días
más tarde, casi al terminar el año, el general Arsenio Martínez Campos,
para alivio de casi todo el país, puso fin al fallido intento
republicano y dio inicio a la restauración de los Borbones, con el
auxilio astuto de don Antonio Cánovas del Castillo.
La república que Martí soñó
El Martí graduado en Derecho y Filosofía que abandonó España, aunque
todavía muy joven –apenas 21 años–, probablemente ya había adquirido una
formación ideológica que seguramente no tenía cuando arribó a la
Península. El muchacho que a los 16 años soñaba con una nación
independiente sin definir su estructura ya era un joven abogado que
había aprobado cursos de Derecho Político y, sobre todo, había
presenciado in situ el intenso debate español sobre el mejor
Estado y gobierno para organizar la convivencia ciudadana. Sin duda, ese
tipo de gobierno −pensaba−, pese al guirigay en que había devenido el
experimento español, era la república, donde la soberanía residía en los
individuos y no en un monarca, donde el Gobierno era laico, y se
sostenía en un andamiaje de contrapesos y equilibrios con los tres
clásicos poderes independientes, autoridad limitada y periódica
rendición de cuentas. También, sin duda, creía en la superioridad del
método democrático para tomar las decisiones colectivas y para designar a
los representantes del pueblo con el fin de administrar los órganos de
gobierno. Martí, pues, era un republicano liberal y un demócrata
moderado. No era un anarquista radical que rechazaba la existencia del
Estado, ni un socialista que predicaba el igualitarismo. Por el
contrario, tenía muy claro (y así lo expresó más adelante) el papel
creador de riqueza de los empresarios privados y la inevitabilidad de
las diferencias económicas, que no surgen, como creían los marxistas –el
texto que sigue está escrito en 1883, el mismo año en que murió Marx–
de la propiedad de los medios de producción, sino de las peculiaridades
intelectuales, psicológicas y temperamentales de las personas. En un
prólogo a los cuentos de Rafael Castro Palomino, Martí lo afirma con
toda claridad:
"Los hombres inferiores ven con ira la prosperidad de los hombres adinerados, y éstos ven con desdén los dolores reales y agudos de los hombres pobres. No se detienen aquéllos (…) a ver que los hombres ricos de ahora son los pobres de ayer; que el hombre no es culpable de nacer con las condiciones de inteligencia que lo elevan en la lucha leal, heroica y respetable, sobre los demás hombres; que del resultado combinado del genio, don natural, y la constancia, virtud que recomienda más al que la posee que al genio, no puede responder como de un delito el que ha utilizado las fuerzas que le puso en la mente y en la voluntad la Naturaleza (…) jamás acabará por resignarse el hombre a nulificar la mente que le puebla de altivos huéspedes el cráneo, ni a ahogar las pasiones autocráticas e individuales que le hierven en el pecho, ni a confundir con la obra confusa ajena aquélla que ve como trozo de su entraña y ala arrancada de sus espaldas, y victoria suya, su idea propia".
En realidad, las ideas políticas de Martí no se alejan demasiado de
lo que era común entre los cubanos y los españoles progresistas de su
tiempo y están vinculadas a una tradición que, en la Isla, acaso
comienza y se va perfeccionando paulatinamente con Francisco de Arango y
Parreño, José Agustín Caballero, Félix Varela, José de la Luz y
Caballero, José Antonio Saco –por sólo mencionar los más notables–, y
luego se prolonga en figuras ya contemporáneas de Martí como Ignacio
Agramonte (n. 1841) −el más enérgico y claro defensor que tuvo el
liberalismo en su tiempo−, Enrique José Varona (1849) o los brillantes
autonomistas José Antonio Cortina (1851), Rafael Montoro (1852), Antonio
Govin (1849) y Eliseo Giberga (1854).
No todos estos cubanos fueron republicanos independentistas –los hubo
autonomistas y anexionistas–, pero compartían las mismas ideas sobre
las características esenciales que debería tener el Estado de Derecho
idóneo para organizar la vida pública de los cubanos, y éstas eran las
propias de las sociedades liberales surgidas de la Ilustración. Cuando
los mambises se reúnen en Guáimaro en 1869 para redactar la primera
Constitución de Cuba en armas, el modelo que tienen en mente –y así lo
declara Céspedes en una carta que hace circular– es la Constitución
norteamericana, extremo que no deja de ser una ironía, porque los
liberales españoles a los que combaten, al otro lado del Atlántico, en
ese mismo año redactan su nueva Constitución, la más liberal de su
historia hasta ese momento, también inspirada en la ley de leyes
estadounidense.
Finalmente, en 1901, los cubanos proclaman una verdadera
Constitución. (Las de la manigua fueron reglamentos necesariamente
incompletos, aunque la última, la de la Yaya, tuvo más largo aliento).
Este nuevo texto está integrado, como era de rigor, por una parte
dogmática, una parte orgánica que describe las instituciones de
gobierno, y una cláusula de reforma que explica cómo modificarla. Se
trata, pues, de una Constitución claramente liberal, y lo probable,
pues, es que ese documento final hubiera tenido el visto bueno de Martí,
porque no hay en él absolutamente nada que pugne con el pensamiento del
Apóstol, dado que la Enmienda Platt –a la que seguramente se habría
opuesto– no formaba parte del texto aprobado por los constituyentes,
sino fue un apéndice impuesto por las autoridades interventoras
norteamericanas.
Lo que quiero decir es que la famosa república que soñó Martí fue la
que se estrenó el 20 de mayo de 1902, aunque con las limitaciones
humillantes que le imponía la Enmienda Platt, mecanismo que, de iure,
convertía a Cuba en un protectorado norteamericano. En todo caso, el
autogobierno estaba garantizado, existía un diseño institucional
razonable, y la Isla contaba con el capital humano indispensable para
que el país, potencialmente, funcionara con acierto. Basta repasar la
lista de los 29 constituyentes que firmaron el texto, o el Gabinete de
Estrada Palma, para advertir que la media intelectual era bastante
elevada. El novelista Carlos Loveira calificaba con cierta ironía a esa
clase dirigente cubana de los primeros tiempos como de "generales y
doctores", pero ni es extraño que los generales presidan las repúblicas
democráticas cuando se hace la paz –Washington, Jackson, Taylor, Grant,
Eisenhower son buenos ejemplos americanos–, y si hay algo frecuente es
que los abogados se conviertan en parlamentarios, ministros o jefes de
gobierno. Al fin y al cabo, Martí había sido nombrado general por Máximo
Gómez tras el desembarco, y si hubiera sobrevivido habría sido las dos
cosas: general y abogado.
Los problemas de la república
No tenía, pues, Martí un proyecto político en la cabeza distinto al
que comenzó su andadura en 1902, y es ingenuo pensar que su sola
presencia, de no haber muerto en Dos Ríos, habría garantizado un
resultado diferente. Martí era un demócrata, no un autócrata, y habría
tenido que pactar, buscar consensos y someterse a la regla de la mayoría
y a la alternancia en el poder. Era un hombre excepcional, pero otros
hombres excepcionales, como Enrique José Varona y Rafael Montoro −ambos
políglotas, cultísimos y refinados, dotados de una estatura intelectual y
moral como la de Martí−, participaron intensa y constructivamente en la
vida política sin mancharse, pero también sin lograr un cambio
cualitativo que asegurara la estabilidad del país.
¿Cuál era el inventario de oportunidades e inconvenientes que
esperaba a la República? La Cuba de 1902 tenía problemas muy concretos,
que se pueden resumir esquemáticamente y que eran, fundamentalmente, de
dos tipos: los de carácter histórico-cultural y los relacionados con
factores materiales concretos. Los de carácter histórico-cultural eran,
por lo menos, cinco problemas intangibles, pero medulares, que afectaban
a la convivencia de los cubanos, creaban graves problemas a la
gobernabilidad del país e incidían en su desarrollo económico:
- La ausencia de tradición en el campo del autogobierno. Cuando los norteamericanos estrenan su república, en 1776, ya tienen en su pasado siglo y medio de autogobierno en todos los órdenes, incluyendo la milicia. Cuba había sido gobernada desde España a lo largo de toda su historia. Durante una buena parte del siglo XIX no hubo otra autoridad que la voluntad del capitán general que mandaba en la Isla.
- El poco respeto que la clase dirigente criolla sentía por el cumplimiento de la ley. No existía la convicción, al menos de forma generalizada, de que las repúblicas se sustentan en la humilde admisión de que todos deben colocarse bajo el imperio de leyes que afectan de la misma manera a todas las personas (the rule of law), conducta que en gran medida explica la estabilidad política de las naciones exitosas. Ese desprecio por la ley no era sólo una actitud de la clase dirigente: alcanzaba al conjunto de la sociedad que, en general, no rechazaba a los políticos corruptos o a los que violaban las reglas, como se comprobaba elección tras elección. No sólo existía impunidad legal. También existía impunidad moral.
- El culto por la violencia y por los hombres de acción. Las virtudes intelectuales y morales pesaban menos que el prestigio que confería el valor personal. Las batallas libradas contra España se convirtieron en el centro de la mitología favorita de la sociedad cubana, y no el respeto por las virtudes cívicas o por los éxitos sociales y económicos. De esa actitud, en su momento, derivó el pandillerismo político, y muchos revolucionarios supuestamente vinculados a causas justicieras se transformaron en los matarifes de gatillo alegre que merodeaban por la universidad, los institutos de segunda enseñanza y los sindicatos. La propia biografía de Fidel Castro demuestra los enfermizos vasos comunicantes que en Cuba existían entre el matonismo, la política y el patriotismo revolucionario.
- El caudillismo como forma de organización política. Las ideas importaban mucho menos que el culto por ciertos líderes, que a su vez estimulaban esos vínculos mediante el clientelismo y la entrega de canonjías y privilegios. En esa república de principios del siglo XX, la mambisa, los cubanos se agruparon tras José Miguel Gómez (el primer caudillo que conoció el país), Menocal o Machado, tres generales que despertaron el fanatismo de distintos segmentos de la población. Con Gómez comenzó la nefasta costumbre de asignar botellas –cargos fantasmas por los que se recibía un salario sin tener que trabajar– para recompensar a los partidarios y cortesanos. Disponer de estas botellas y poder distribuirlas era un síntoma del poder que se tenía.
- Desprecio por el trabajo manual. Dentro de la peor tradición latina (no sólo hispana), los criollos tendían a no cultivar los trabajos manuales y los oficios, por los que tenían poco respeto. Era una sociedad con muchos más abogados que ingenieros, y en la que ser plomero, carpintero o electricista carecía totalmente de prestigio, quizás porque en época de la esclavitud ésos eran los trabajos que desempañaban los negros libertos. No en balde no fue hasta fines del siglo XVIII que Carlos III emitió un real decreto que dejaba sin efecto el carácter vil y degradante asociado al desempeño de las labores manuales.
Al margen de estas cuestiones culturales e históricas, cinco de los
más graves problemas materiales que tuvo que afrontar la República
fueron los siguientes:
- Patriciado criollo arruinado. Aunque la intervención norteamericana facilitó el tránsito político y económico hacia una nueva etapa, la guerra tuvo un alto costo económico y arruinó a una buena parte del patriciado criollo. Durante los tres años de guerra hubo miles de confiscaciones de propiedades a cubanos acusados de colaborar con los insurrectos. Esos bienes no fueron devueltos a sus dueños porque en el Tratado de París que oficialmente puso fin a la guerra se acordó respetar las sentencias previas de los tribunales españoles.
- Pocas oportunidades laborales. La base productiva del país –que no era muy grande fuera de la industria azucarera– fue severamente afectada por la guerra, y las oportunidades de conseguir trabajo en el sector privado eran limitadas, especialmente en el campo, lo que determinó la rápida emigración del campesinado hacia las ciudades, dando lugar a una masa laboral de difícil asimilación. Por ello, obtener un cargo público se convirtió en el desesperado objetivo de muchas personas, independientemente de sus méritos, dado que se obtenían por relaciones políticas.
- Escasez de capital. Aunque existían inversiones norteamericanas en azúcar y comunicaciones –las más cuantiosas de Estados Unidos fuera de sus fronteras–, no abundaba el capital, no existían instituciones financieras internacionales dedicadas a fomentar el desarrollo (como hoy el Banco Interamericano de Desarrollo, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional) y no había ayuda sustancial internacional a fondo perdido, como hay en nuestros días.
- Postración de la población negra y mestiza. Seguramente, el sector más afectado por la falta de oportunidades era la población negra. Como regla general, era la más pobre, la peor educada y la que, en mayor medida, procedía de hogares desestructurados, como consecuencia de la esclavitud. En 1886 se había decretado el fin de la esclavitud, pero una parte sustancial de esta masa humana de cientos de miles de personas había quedado desamparada y debía conformarse con sobrevivir colocándose, cuando podía, como servicio doméstico de la población blanca. Como, además, existían graves prejuicios raciales, pese a la legislación que decretaba la igualdad absoluta de blancos y negros, los negros no solían ser empleados en el comercio o en determinadas industrias. Durante siglos, la estructura productiva, concebida para el manejo de una sociedad esclavista de plantación, era la que se adecuaba a la existencia de amos y señores, y esas costumbres y relaciones económicas se prolongaron insensiblemente en la República.
- Dependencia del azúcar. La economía del país dependía en gran medida del comercio exterior, y éste, a su vez, estaba centrado en el azúcar, lo que hacía al país muy vulnerable. Cuando subía el precio del azúcar, como sucedió durante la Primera Guerra Mundial, los precios ascendían astronómicamente (la famosa Danza de los Millones), como ocurrió en época de Menocal (1913-1921), pero cuando bajaban se desplomaba la economía, como sucedió durante el Gobierno de Alfredo Zayas (1921-1924) y, luego, en pleno machadato (1925-1933), tras el crash del 29.
¿Por qué fracasó la República?
Sin embargo, ninguno de estos problemas era insoluble, y ya en ese
momento la situación de Cuba era mucho más favorable que la de casi
todos los países de América Latina y, en algunos aspectos, incluso
superior a la de la propia España, como sucedía con los índices de
alfabetización.
Tras la intervención americana, el país estrenó la independencia de
manera organizada y con la administración pública saneada y en pleno
funcionamiento. Ninguna de las repúblicas hispanoamericanas surgió a la
independencia con ese grado de orden y legitimidad. Los cubanos, sin
embargo, no supimos aprovechar la oportunidad. ¿Por qué? Tal vez, porque
para lograr que se produzca el milagro de la gobernabilidad no basta
con tener una buena Constitución y un grupo de líderes notables. El
propio José Martí vio cómo fracasaba la Primera República española pese a
contar con la excelente Constitución de 1869 y con figuras de la talla
de Pi i Margall, Emilio Castelar y Nicolás Salmerón. Y si hubiera
alcanzado los ochenta años de edad habría podido comprobar cómo se
hundía la España de la Segunda República tras promulgar la avanzada
Constitución de 1931 (inspiración de la cubana de 1940), aun cuando en
las Cortes o en el Ejecutivo comparecían personas del calibre de José
Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos o Manuel Azaña.
Es hoy, más de un siglo después de iniciada la República, que podemos
entender mucho mejor qué pasó en el país y por qué aquella ilusionada
aventura acabó en el desastre. Hoy sabemos de manera fehaciente, de la
mano de estudiosos como Douglass North, Premio Nobel de Economía en
1993, del papel básico de las instituciones en el desarrollo económico, y
de la importancia insustituible que tiene un buen sistema judicial para
que una sociedad consiga prosperar estable y armónicamente. Hoy
manejamos el concepto de capital cívico, desarrollado por el
sociólogo Robert Putnam, profesor de Harvard, y sabemos que una sociedad
en la que la mayor parte de las personas que la componen suscribe
valores democráticos, se coloca bajo el imperio de la ley y se agrupa
espontáneamente en organizaciones de la sociedad civil para defender
causas comunes alcanza mucha más estabilidad que aquéllas que tienen
otro tipo de comportamiento.
En nuestros días, tras observar con admiración los impresionantes milagros
de postguerra –Alemania, Italia, Japón–, hemos podido estudiar, además,
los casos exitosos de naciones que han pasado de la dictadura a la
democracia, y de la pobreza a la riqueza y el desarrollo, en el curso de
pocos años –Corea del Sur, Taiwán, España, Chile–, y no ignoramos cómo
países como Irlanda o Nueva Zelanda –democracias anquilosadas– han
conseguido reactivar enérgicamente sus economías, mientras otra nación
extraordinaria, Israel, en pocas décadas lograba reinventarse en pleno
desierto, conjugando la democracia con un altísimo desarrollo
tecnológico y económico en medio de continuas guerras, y bajo el acoso
permanente de numerosos enemigos. Simultáneamente, hemos logrado
examinar el complejo proceso de cambio de régimen que va desde el
comunismo totalitario y el igualitarismo a la democracia y el mercado, y
hemos visto el resurgimiento ejemplar de países como Estonia,
Eslovenia, la República Checa, Eslovaquia o Polonia, y ya nadie bien
informado duda sobre cuál es la fórmula para crear riquezas, o –por la
otra punta del fenómeno– cómo se destruye, malgasta o se impide su
creación. En otras palabras, viendo lo que otros han hecho bien, podemos
deducir exactamente lo que nosotros hicimos mal entre 1902 y 1959,
hasta que se produjo el descalabro que nos trajo la dictadura comunista,
y con ella la devastación material del país, la muerte violenta de
varios millares de cubanos, el exilio de otros dos millones y el
sufrimiento de casi toda la población.
Sin embargo, si hubiera que elegir la causa fundamental del fracaso
de la República cubana nos daríamos de bruces con una singularísima
paradoja: el gran error que cometió la sociedad cubana no estuvo en la
identificación y denuncia de los males que exhibía el país, dado que
eran plenamente conocidos –corrupción, violencia política, impunidad,
violación constante de la legalidad vigente por parte de quienes tenían
que hacerla respetar–, sino en el remedio con que se pretendió corregir
esa clase de comportamientos delictivos. Casi desde el inicio mismo de
la República se abrió paso entre los cubanos, de manera arrolladora, el
culto por la revolución. Algún día, por medio de la violencia
revolucionaria –soñaban numerosos cubanos–, llegarían al poder un hombre
o un grupo de hombres que impondrían el orden, la justicia y el buen
gobierno a punta de pistola, redescubriendo la mítica república
supuestamente soñada por Martí, mientras mágicamente crearían las
condiciones para que se multiplicaran las oportunidades laborales y los
cubanos fueran prósperos.
Los cubanos, en general, no entendían que el buen gobierno
difícilmente puede surgir del desorden, la violencia y la ingeniería
política y económica diseñada por los afiebrados revolucionarios, unas
personas generalmente dotadas de un débil instinto laboral, usualmente
afectadas por espasmos fundacionistas que los precipitan a
tratar de rehacer incesantemente la realidad de acuerdo con sus más
delirantes fantasías. Tampoco entendían que las buenas oportunidades
económicas y la verdadera generación de riqueza están vinculadas a la
enérgica creación de empresas en el ámbito privado que agreguen valor a
la producción de manera sistemática, lo que exige la existencia y
cuidadoso mantenimiento de un medio social, jurídico, financiero y
académico hospitalario con este complejo objetivo.
El problema, pues, radicaba en los valores, creencias y actitudes
prevalecientes en la sociedad cubana, tan poco afines con la fragilidad
del diseño institucional republicano. Sencillamente, no es posible
sostener una república si el conjunto de la sociedad, o al menos la
inmensa mayoría de quienes la componen, no está dispuesta a acatar las
reglas y a sancionar penal y moralmente a quienes las violan.
Estos papeles comienzan por una cita de Simón Bolívar: "La
destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del
Estado". Y así es, aunque al apotegma del venezolano debe agregársele un
matiz: ese fenómeno ocurre con mucha más rapidez si se trata de una
república democrática. ¿Por qué? Porque la supervivencia de un modelo de
Estado y de gobierno fundado en el consentimiento de las personas y no
en la imposición forzada tiene necesariamente que cumplir con los
objetivos para los que fue creado. ¿Por qué tantos cubanos apoyaron
acciones violentas contra la República –alzamientos, golpes militares,
incluso asesinatos–, o reaccionaron con total indiferencia ante ellos?
¿Por qué no se escandalizaban ante esos y otros hechos altamente
reprobables? Probablemente, porque una parte sustancial de los cubanos
no sentía que ese orden constitucional destrozado les pertenecía, o que
ese Gobierno ilegítimo que alcanzaba el poder iba a ser muy diferente al
que había sustituido violentamente.
Si los cubanos optaron por esperar a un Mesías revolucionario que
enderezara el país de una vez por todas es porque dejaron de creer en
las instituciones republicanas con cada pucherazo electoral que
se producía, con cada injusticia que contemplaban, con cada descarada
violación de la ley que quedaba impune. Llegó un punto, tal vez muy
temprano en nuestra corta historia republicana, en que la sociedad,
simplemente, dejó de creer que el Estado surgido en 1902, ese espacio
común donde se produce la convivencia pública de los ciudadanos, podía
servir para reflejar sus ideales y defender sus intereses. Fue entonces
cuando comenzó a creer en la revolución, sin advertir que ése era el
camino de la arbitrariedad y el fin del ideal republicano que,
precisamente, había sido el sueño de Martí.
Ojalá hayamos aprendido la lección. Debemos recordar, cuando nos
llegue, otra vez, el momento de estrenar la libertad, que fuera del
cumplimiento de la ley, fuera de las instituciones de Derecho, sólo
queda el abismo. El abismo al que nos precipitamos voluntaria e
insensiblemente hace ya casi medio siglo.
Conferencia pronunciada por al autor en el
Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de
Miami el 28 de enero de 2008.
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