El séptimo año
Los presidentes de México aprenden a base de
sangre, sudor y lágrimas que el mejor año de su sexenio es el séptimo. En ese
año se revela qué se hizo bien y qué estuvo mal, así como cuánto bien o mal le
quisieron cobrar.
Antonio Navalón
Todo
bien. O, al menos, todo en camino de ir bien. Ya hay ponencia para el Trife. El
magistrado Penagos ha preparado una primera resolución en la que, por tercera
vez consecutiva, la elección presidencial se revalida, pero se cuestiona.
Con Vicente Fox se inició el camino
que ahora sigue Monex. En aquel entonces le llamaron “Los Amigos de Fox”. De
allí surgió uno de los momentos más brillantes de la historia moderna de la
política mexicana: el Pemexgate. De allí también salió la mayor multa jamás
infligida por el IFE contra el entonces saliente partido del poder, el PRI.
Ahora
el Trife hará pública su sentencia, que aunque valida la elección, abre
nuevamente el camino a la sospecha generalizada de cuánto cuesta ser presidente de
México. Hace bien el PAN en acostumbrarse a uno de los últimos legados de
Calderón en su paso por el poder: el recuperado sentido del humor del ya
cincuentenario presidente. El PAN también se debe acostumbrar a que da igual
que en este momento le toque perder, no hay más prueba del nueve para los
gobernantes que el momento de la salida.
Los
presidentes de México aprenden a base de sangre,
sudor y lágrimas que el mejor año de su sexenio es el séptimo.
En ese año –como las plagas de Egipto, como todo lo importante– se revela qué
se hizo bien y qué estuvo mal, así como cuánto bien o mal le quisieron cobrar.
En
el séptimo año, los presidentes de México hacen lo suyo. A todos les retumba el
eco del célebre monólogo que pronunció Marco Antonio en la escalinata del
Senado romano con el cuerpo de César ensangrentado: “El bien que los hombres
hacen a menudo es enterrado junto a sus huesos, pero el mal que los hombres
hacen... continúa viviendo después de ellos”.
Calderón,
quien celebra su último cumpleaños en Los Pinos como si fuera el primero, tiene
–ahora sí– todos los secretos de un Estado. Este presidente puede ser, y de
hecho lo está siendo, el mejor colaborador de su colega –no de partido, pero sí de banda–
en la transición.
Le
está dando los planos secretos de los desagües del poder antes de que llegue.
Además, Calderón sí tiene en su mano y en su historia cosas por compartir con
su colega que tienen un
valor incalculable, para él en su manera de salir y para Peña en su manera de
llegar.
A
todo presidente mexicano le llega su séptimo año, por eso es tan importante
observar cómo Calderón le está “limpiando la casa” a Peña. Otro asunto es saber
en cuánto se cotiza el kilo de dossier secreto.
Mientras
tanto, pie a Tierra. Estamos en un momento en el que no hay que engañarse: las
cosas no salieron como le prometieron al presidente entrante. Una parte fundamental del poder no
está en manos de Peña Nieto, aunque sí lo tengan sus correligionarios: el
Legislativo y el Judicial. Lo cierto es que hoy por hoy es
cercano, pero lejano.
El
poder de las verdaderas claves del Estado, es decir, los militares, los
servicios de inteligencia, los desaparecidos –porque existen–, empiezan a
aparecer como la gran preocupación presente y futura.
Por
último están las reformas. Los tecnócratas nos vendieron la idea de que México
iba derecho al IVA, que había una dura pugna por crear la Secretaría de la
Seguridad Social, que el modelo de asistencia pública se iba a refundir; sin
embargo, el país empieza a tener otros problemas estructurales profundos.
Ha llegado la hora de resolver: ¿quién pondrá
orden entre las empresas de telecomunicaciones? ¿Quién pondrá orden en la
agenda del presidente? ¿Quién podrá hacer posible la agenda presidencial?
¿Quién pondrá orden entre los gobernadores? ¿Quién está en condiciones de decir
dónde y cómo será la comunicación entre Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto?
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