¿La cama o la calle?
Gotas de sudor, baile, caderas en 
movimiento, ojos insinuantes. Es de noche, en una fiesta habanera la 
tensión erótica se siente como una presencia tangible, corpórea. Las 
miradas se cruzan, los gestos pactan un encuentro en la oscuridad, los 
labios acuerdan sin palabras la batalla de besos que llegará después. En
 esta Isla, la sexualidad parece salirse por los poros y las esquinas, 
brotar incluso del asfalto. Las ropas apretadas, las sonrisas 
insinuantes, las frases lascivas destilan una sensualidad que impacta a 
quienes visitan por primera vez Cuba. Da la impresión que a cada minuto 
nos podríamos topar en mitad de la calle con alguna escena de alcoba. La
 gente hace constantemente bromas alusivas al sexo y decenas de palabras
 designan, en el lenguaje popular, a los genitales. Alguien recién 
llegado a nuestra realidad creería que hemos dejado atrás todo tabú 
alrededor del goce carnal y que hemos superado cualquier postura 
timorata.
Sin embargo, detrás de esa explosión 
visible de goce y placer se esconde una mentalidad pacata a la hora de 
abordar el coito. El desparpajo que brota de los bailes y de las 
expresiones contrasta con el rubor o el silencio si se trata de explicar
 a los hijos la sexualidad o hablar seriamente del tema. También esa 
desenvoltura sensual se topa de bruces con el encartonado discurso 
oficial. Al gobierno cubano siempre le ha sido difícil manejar el 
carácter demasiado lúbrico de sus gobernados. Al austero modelo 
implantado en el país le hubiera venido mejor un hombre tremendamente 
formal, con la cintura menos suelta. Pero también esa característica de 
los cubanos ha sido muy explotada por la Seguridad del Estado, que 
pesquisa las intrigas surgidas en las camas y las convierte en material 
de extorsión. Cuántas veces no hemos escuchado decir: “a ese parece que 
le tienen guardadas un par de fotos comprometedoras, porque está tan 
calladito
”. Figuras públicas, diplomáticos, corresponsales extranjeros,
 disidentes, generales y funcionarios espiados y documentados en el 
ejercicio de amar y dejarse amar. Todo un archivo narrando poses, 
encuentros e historias de almohadas para ser usado en el justo momento 
en que alguien deba ser sacado del camino. Esa práctica ha sido tan 
extendida que muchos cubanos intuyen que en mitad de un orgasmo puede 
haber un ojo espiándolos desde el hueco de una puerta, una cámara 
escondida en la lámpara del techo o un micrófono insertado en el propio 
cuerpo del amante.
Esa mezcla de éxtasis y paranoia ha sido
 muy bien narrada en la novela “La mujer del Coronel” de Carlos Alberto 
Montaner. La historia está enmarcada en los años ochenta, cuando tropas 
cubanas apoyaban al MPLA en la guerra de Angola. El coronel Arturo 
Gómez  recibe un sobre amarillo que contiene las pruebas de la 
infidelidad de su esposa durante un viaje de ésta a Italia. A partir de 
ese momento, la vida de ambos queda reducida a un expediente político en
 manos de oficiales con ínfulas de detectives, representantes de una 
supuesta moral revolucionaria que ven en el acto de ella una traición a 
la patria. Lo íntimo pierde su condición de privado, el placer se 
trastoca en culpa y cada gemido de satisfacción tendrá que ser purgado. 
En un sistema totalitario, no es posible que un individuo atesore el 
secreto de un adulterio. Hay que sacarlo a la luz pública, darle un 
escarmiento, señalarlo con el dedo, hacerle saber que el ojo del Gran 
Hermano ha visto su conducta casquivana y no se lo perdona. Si encima de
 eso, la infiel es una mujer casada con algún militar o con un alto 
funcionario, entonces el escarnio será ejemplarizante. La cama se vuelve
 una trampa que termina en más control, las sábanas en redes de una 
cacería política y el amor carnal en el desliz por el que aguardan los 
verdugos ideológicos.
Este es un libro donde se analiza el 
sexo y el poder. Su lectura develará al lector el espejismo de la 
llamada moral revolucionaria, la falsedad de esa pose de ascetismo 
militante. Quienes acusan a Nuria de adúltera evalúan su carne, clavan 
la vista en sus redondeces a la espera de canjearle su cuerpo desnudo 
por cierta misericordia. Pero, más allá de toda esa intromisión de lo 
estatal en lo personal, “La mujer del coronel” es una novela de un 
erotismo dulce que se escapa de la chata realidad de aquellos años de 
subsidio soviético. Las escenas eróticas, muchas de las cuales nos 
llegan a través de epístolas que le escribe el amante italiano a Nuria, 
mezclan el impudor moderno y una majestuosidad sempiterna. Tal vez 
porque una parte de ellas tienen como escenario a la ciudad de Roma, 
salpicada de historia y sitios arqueológicos. Nuria experimenta fuera de
 Cuba esa libertad de los sentidos y los deseos que sabe estrictamente 
vigilada en su país. El profesor Valerio Martinelli la ayuda a 
redescubrir a la mujer debajo de las poses, de las máscaras, del 
oportunismo y de los silencios. Su liberación como ciudadana empieza en 
este caso por el sexo, brota de su vagina.
Pero nadie que viva bajo un 
totalitarismo puede escapar de su control. Incluso en el extranjero, 
Nuria es seguida por la Seguridad del Estado. Su placentero acto de 
emancipación carnal se convertirá en un expediente policial para 
presionarla. La cama como la tentadora trampa en la que se cae una y 
otra vez, como el premio que después traerá un grave correctivo.
La fogosidad de la protagonista, su 
necesidad de expresarse en la cópula guarda mucha relación con el sexo 
como escapada que tanto se practica en Cuba. La ausencia de espacios de 
respeto para la libre expresión y asociación nos lleva a expresarnos en 
gemidos, en espasmos. En lugar de lanzar un adoquín, nos desahogamos en 
una felación; antes que demandar los derechos cívicos, metemos nuestra 
lengua en otra boca... gesto que por demás no nos permite hablar 
mientras lo hacemos. Acariciar por protestar, fugarse en un orgasmo para
 no enfrentarnos a  los antimotines... mostrarnos apasionados, ya que no
 podemos mostrarnos libres. La cama como válvula de escape, hacia la que
 nos empujan, pero también en la que nos vigilan y nos atrapan.
 
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