sábado, 18 de agosto de 2012

La cárcel de Assange

 

Miembros de los medios de comunicación se reúnen frente a la embajada ecuatoriana en Londres, donde se realizan manifestaciones a favor de Julian Assange.
Miembros de los medios de comunicación se reúnen frente a la embajada ecuatoriana en Londres, donde se realizan manifestaciones a favor de Julian Assange.
Dan Kitwood / Getty Images
Un nuevo episodio vuelve a resaltar esta semana la saga de Julian Assange, el notorio fundador de Wikileaks: Ecuador le ha concedido finalmente el asilo político, apenas un día después de que el gobierno británico le comunicara a la cancillería ecuatoriana que estaba considerando retirarle la inmunidad diplomática a su sede en Londres para proceder al arresto del prófugo, a quien Suecia reclama –debido a la acusación de dos mujeres– por asalto y violación sexuales.

No sin asombro circuló esta amenaza en los medios de prensa. Apenas si existen antecedentes en Europa de que una embajada haya sido privada de su privilegio de extraterritorialidad aun en medio de graves conflictos. Cuando la matanza de San Bartolomé (24 de agosto de 1572), la embajada inglesa en París le dio asilo a algunos hugonotes fugitivos y, no obstante, la turba asesina no allanó la embajada. Lo mismo sucedió más de dos siglos después en tiempos de la revolución francesa: hasta el régimen del Terror respetó la inmunidad de las legaciones extranjeras que seguían acreditadas en Francia. A los comunistas húngaros y a sus amos soviéticos no se les ocurrió tampoco asaltar la embajada de Estados Unidos para arrestar al cardenal József Mindszenty, si bien le negaron durante quince años el salvoconducto para salir del país.
Las autoridades británicas han invocado –en su amenaza de revocar el estatus de la embajada de Ecuador en Londres para arrestar a Assange– una ley de 1987 que se hiciera, precisamente, para responder a la crisis provocada por el funcionario que, en 1984, desde la embajada libia en Londres, disparó e hirió de muerte a la agente de policía Yvonne Fletcher, sin que las autoridades pudieran arrestar al homicida (el gobierno de Margaret Thatcher se limitó a romper relaciones con Libia). Sin embargo, aún ahora, la suspensión del fuero diplomático cabría tan sólo en caso de que hubiese un peligro para la seguridad nacional o para la seguridad de los individuos; razón que sería difícil de argüir en este caso, a menos que existieran unos hechos o una agenda que ignoráramos en que la persona de Assange constituyera ciertamente un problema de Estado.
Julian Assange es un sujeto que resume –en su apariencia, su conducta, sus palabras y su trayectoria– todo lo que me resulta detestable: el desaliño, la búsqueda de notoriedad, el odio al establishment, el irrespeto por los gobiernos democráticos. Todo aquello por lo que la izquierda lo ama, a mí me lo hace repulsivo. Sin embargo, no creo que, por el gusto que daría ver humillada su insolencia en un tribunal sueco, Gran Bretaña deba comprometer su prestigio con un allanamiento a la embajada de Ecuador, hecho que sentaría un grave precedente y debilitaría, a nivel internacional, la santidad del derecho de asilo, que tan útil ha sido a través del tiempo a los perseguidos de todas las tiranías.
Cabe pensar, más bien, que esa advertencia que los ingleses le sirvieran a los ecuatorianos sobre el posible asalto a su embajada no era más que un amago que tenía por finalidad, más bien, acelerar la decisión que el gobierno de Ecuador acaba de tomar y, de paso, resolver una situación nebulosa. A partir de hoy el caso de Assange puede darse por cerrado: el presidente Correa acaba de condenar a su amigo y simpatizante a prisión.
Para hacer esta decisión más patente, William Hague, ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, se apresuró a decir, luego del anuncio de la concesión de asilo, que su gobierno no le otorgará salvoconducto a Assange a fin de que éste pueda abandonar el país. Para todos los efectos prácticos, el fundador de Wikileaks ha comenzado a cumplir una sentencia indefinida en Londres, sólo que su cárcel coincide con los predios, no demasiado amplios, de la embajada ecuatoriana. Con el paso del tiempo, y en la medida en que su encierro se vaya haciendo más monótono y opresivo, acaso llegue a convencerse de que confiar en la justicia sueca podría haber sido, después de todo, un buen negocio.

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