domingo, 12 de agosto de 2012

La metáfora de la mano invisible

La metáfora de la mano invisible

Packaged Meat Por Alberto Benegas Lynch (h)
Hay en la naturaleza un orden espontáneo, es decir, una coordinación de múltiples tareas que no son dirigidas por una persona o entidad central sino que son consecuencia de millones de acciones que operan en base a incentivos y desincentivos que las mismas relaciones sociales ponen de manifiesto. Imaginemos las infinitas tareas que los hombres desarrollan cotidianamente desde que se levantan hasta que se acuestan y las consecuencias queridas y, sobre todo, las no queridas o no buscadas que las mismas generan. Es imposible que una mente o un agencia central pueda conocer y dirigir esta madeja intrincada y compleja de interrelaciones, y no es solo porque las variables son de una cantidad inmensa (lo cual podría ser eventualmente resuelto con una computadora de suficiente memoria) sino porque no se conoce ni puede conocerse ex ante la información correspondiente ya que las valorizaciones son de carácter subjetivo y se ponen de manifiesto frente a la acción concreta (ni el propio sujeto actuante conoce a ciencia cierta lo que hará la semana que viene, podrá conjeturar pero al cambiar las circunstancias modificará sus acciones, prioridades y preferencias).  

Entonces, este conocimiento está fraccionado en millones de actores que van revelando sus gustos a media que actúan y cuando se pretende dirigir este bagaje de información ex post, en lugar de aprovechar el referido conocimiento e información dispersa se concentra ignorancia y se producen desajustes de diversa magnitud. Esta es la diferencia medular entre la llamada planificación estatal y la sociedad abierta. 
Los derechos de propiedad juegan un rol esencial en la vida cotidiana, Bernardo Krause explica en su artículo “El contrato como herramienta de la libertad” como, en gran medida, nuestras actividades cotidianas se descomponen en una serie interminable de contratos. Nos levantamos a la mañana y tomamos el desayuno (estamos en contacto con transferencias de derechos de propiedad a través de la compra-venta, sea del refrigerador, el microondas, el pan, la leche, la mermelada, los cereales, el jugo de naranja o lo que fuere). Tomamos un taxi, un tren, un bus y llevamos los hijos al colegio (contratos de adquisición, de enseñanza, de transporte). Estamos en el trabajo (contrato laboral), encargamos a nuestra secretaria ciertas tareas (mandatos) y a un empleado un trámite bancario (contrato de depósito), para solicitar un crédito (contrato de mutuo) o para operar ante cierta repartición (gestión de negocios). Alquilamos un inmueble para las vacaciones (contrato de locación), ofrecemos garantías (contrato de fianza). Nos embarcamos en una obra filantrópica (contrato de donación). Resolvemos los modos de financiar las expensas de nuestra oficina o domicilio (contrato societario), etc. Este haz de contratos solo tiene sentido si hay la posibilidad de usar y disponer de lo propio, de lo contrario no hay posibilidad de transferir esos derechos. 
Por otra parte, los derechos de propiedad implican precios, es decir, la manifestación de las valoraciones recíprocas. Si no hay propiedad privada no hay precios y viceversa y, como lo demostró Ludwig von Mises, donde no hay precios, no hay posibilidad alguna de evaluación de proyectos, de contabilidad o de cálculo económico en general. Si no hay propiedad y, consiguientemente precios, no es posible saber donde es más conveniente asignar los siempre escasos factores de producción. Ahora bien, para generar desarticulaciones y derroches de capital, no es necesaria la abolición de la propiedad tal como proponen de jure los comunistas o de facto los fascistas o nacionalsocialistas. En la medida en que el aparato estatal intervenga en los precios, se van debilitando esos indicadores clave. 
Muchas veces lo he citado a John Stossel en su ejemplo del trozo de carne envuelto en celofán en el supermercado imaginando el proceso en regresión sin que nadie hasta el último tramo esté pensando en aquel producto final. Primero el agrimensor que mide terrenos y lotes en los campos, los alambradores y las fábricas de alambre con sus transportes, cartas de crédito, oficinas y funcionarios. Quienes colocan los postes y los largos períodos de forestación y reforestación, las máquinas para sembrar y cosechar, los plaguicidas, pesticidas, fertilizantes con todas las empresas que significan tanto vertical como horizontalmente. Los caballos para recorrer el campo y apartar hacienda, las monturas y riendas, la contratación de peones. Los toros, vacas, vaquillonas y terneros. Los camiones para el transporte, los mercados de hacienda, los frigoríficos y, en cada caso, todas las complejidades típicas de la actividad industrial, comercial y financiera. En otros términos, millones de personas cooperando para que estuviera en la góndola el trozo de carne envuelto en celofán listo para su consumo. Todas esas millones de cooperaciones y coordinaciones se realizaron a través de los precios de mercado y cuando surgen los megalómanos que dicen “controlar” las operaciones y las múltiples actividades, aparecen los faltantes y demás desajustes. Cuando se sostiene que “no es posible dejar todo esto a la anarquía del mercado” e irrumpen las juntas de planificación estatales, desaparecen de las góndolas los bienes necesarios porque se producen estrepitosas descoordinaciones. 
Hay otras actividades que no están vinculadas al mercado como las relaciones personales, la selección de amigos a través de un proceso de prueba y error, las conversaciones en las que se va creando algo mayor a la contribución de cada parte, el matrimonio, la familia, el disfrutar de una poesía, una noche estrellada o una puesta de sol, todo lo cual opera en base a conjeturas respecto a incentivos y desincentivos que son coordinados por las partes en infinitas y cambiantes relaciones personales que si estuvieran sujetas a la administración del Leviatán se estropearía todo ya que necesariamente sería diferente a lo que la gente libremente eligió.  
Los autores más conspicuos en consignar, sistematizar y elaborar sobre los fenómenos aquí mencionados han sido, en orden cronológico, Mandeville, Adam Smith, Ferguson, Tolstoi, Michael Polanyi y Hayek. El primero de los autores mencionados fue el primero en tratar el concepto de la división del trabajo y en poner énfasis en el proceso evolutivo en el plano cultural en cuanto a la selección de normas (Darwin tomó esta idea para aplicarla a la evolución de las especies). Samuel Johnson escribe que Bernard Mandeville le “abrió la mirada frente a la realidad de la vida” y Alexander Pope le reconoce gran valor literario. Pero a pesar de haber influido decisivamente sobre autores tales como David Hume, James Mill, Kant, Voltaire, Montesquieu, Condillac y el propio Adam Smith, son pocos los que explicitan haber recurrido a esa fuente debido al lenguaje inconveniente y mordaz que muchas veces emplea para el tratamiento de temas delicados. En todo caso, uno de los aspectos medulares de La fábula de las abejas (sobre la que hay dos tesis doctorales sobresalientes, una de F. B. Kaye en 1917 en la Universidad de Yale y otra de Ch. Nishiyama de 1960 en la Universidad de Chicago), puede resumirse en una cita de su capítulo titulado “Investigación sobre la naturaleza de la sociedad” en el que se lee que en todos los trabajos “como en tantas acciones deliberadas, propias de las diversas profesiones y oficios que los hombres aprenden para ganarse la vida, y en las que cada cual, aunque parezca que trabaja para los demás, en realidad lo hace para sí mismo”. Este pensamiento fue el disparador para que otros desarrollaran la idea que el interés personal constituye el motor de la cooperación social en el sentido de que en una sociedad abierta, cada uno, al buscar su propia satisfacción, debe necesariamente procurar el bienestar del prójimo. 
Adam Smith, en los tan conocidos pasajes de La riqueza de las naciones destaca que “No debemos esperar nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su interés personal” (por otra parte, en las primeras líneas de su Teoría de los sentimientos morales, ya había dicho que “Por muy egoísta que se suponga sea una persona, hay evidentemente ciertos principios en su naturaleza que lo interesan en la suerte de otros y le procuran felicidad, a pesar de que no deriva ninguna ventaja de ello como no sea el placer de observarla”). La segunda cita tan difundida es la que apunta a que “El productor o comerciante […] solamente busca su propio beneficio, y en esto como en muchos otros casos, está dirigido por una mano invisible que promueve un fin que no era su intención atender”(la mano invisible es una metáfora para aludir al orden natural). Y es a esto a lo que precisamente alude Adam Ferguson en su Historia de la sociedad civil al destacar que lo que ocurre en las relaciones sociales “es consecuencia de acciones humanas, más no del designio humano” y que “debemos recibir con cautela las historia tradicionales sobre legisladores de la antigüedad y fundadores de Estados […] Esta es la forma más rudimentaria en la que podemos considerar el establecimiento de las naciones: atribuimos al diseño aquello que ningún ser humano puede prever y que en la concurrencia del estado anímico y sin la disposición de su época ninguna autoridad puede hacer que un individuo ejecute”. 
En esta mismísima línea argumental se despacha Tolstoi en el segundo apéndice de La guerra y la paz: “Nuestra falsa concepción en cuanto a que un suceso es causado por una orden que la precede se debe al hecho de que cuando el suceso ocurre debido a miles de otras decisiones que eran consistentes con ese evento, nos olvidamos de esas otras” y así la historia se describe malamente “tenemos historias de monarcas […] pero no la historia de la vida de la gente”. 
Michael Polanyi en The Logic of Liberty explica que “Cuando el orden se logra entre seres humanos a través de permitirles que interactúen entre cada uno sobre la base de sus propias iniciativas -sujetas solamente a las leyes que se aplican uniformemente a todos ellos- tenemos un sistema de orden espontáneo en la sociedad. Podemos entonces decir que los esfuerzos de estos individuos se coordinan a través del ejercicio de las iniciativas individuales y esta auto-coordinación justifica sus libertades en el terreno público […] El ejemplo más extendido del orden espontáneo en la sociedad -el prototipo del orden establecido por una `mano invisible`- estriba en la vida económica basada en el conjunto de individuos en competencia”. 
Por su parte, Hayek comienza The Fatal Conceit. The Errors of Socialism diciendo que “Este libro argumenta que nuestra civilización depende, no solo respecto a sus orígenes sino en su preservación, de lo que puede describirse con precisión como un orden extendido de la cooperación social, un orden comúnmente conocido, aunque de algún modo engañoso, como capitalista. Para comprender nuestra civilización uno debe apreciar que el orden extendido no resulta del designo humano ni de su intención, sino espontáneamente”. Como una nota al pie decimos que, en 1983, Hayek, en el trabajo sobre los premios Nobel en economía editado por Armen Alchain, escribió que hasta su presentación en el Economics Club de Londres de 1936 (publicada al año siguiente) suscribía las posiciones convencionales, después de lo cual “hice un descubrimiento y dos invenciones” (lo primero referido al conocimiento disperso y la respectiva coordinación, y los segundos referidos a la privatización del dinero y la “demarquía”). 
La visión hayekiana da en la tecla del asunto que consideramos: la arrogancia y la presunción de conocimiento de los planificadores estatales, se oponen a las planificaciones individuales que construyen un orden que no estaba en sus planes crear pero que sus pequeñas contribuciones y cooperaciones sociales libres y voluntarias, en sus reducidos y específicos ámbitos, producen y permiten que se disfrute ese orden resultante que denominamos civilización. En resumen, cuando no se deja que opere “la mano invisible” de la cooperación entre las personas, irrumpe la “garra visible” del Leviatán. 

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