martes, 21 de agosto de 2012

La pesadilla española

La pesadilla española

 
De pronto, los sueños de prosperidad se vinieron abajo: España enfrenta hoy una realidad con un alto índice de desempleo y recortes presupuestales, lo que ha propiciado que los jubilados se conviertan en el sostén de la generación de jóvenes mejor preparados en la historia del país.
México • Lo que le pasó a España fue que, de repente, le explotó en las narices la “burbuja” inmobiliaria inflada durante los últimos años. Permitió que la esencia de su economía fueran los ladrillos, construyó en exceso, vendió a precios exorbitantes y la gente hipotecó su futuro. Quizá nunca imaginaron que esa España “glotona”, “nueva rica”, “ejemplo de transición política y económica”, un día se despertaría débil, empobrecida, caótica y mal vista por sus vecinos europeos. Pero ocurrió.

Ocurrió a partir de septiembre de 2007 cuando, desde el otro lado del Atlántico, vio que un foco rojo se encendía: Lehman Brothers quebró, prácticamente toda la banca estadunidense empezó a tener serios problemas y, asustados, los bancos españoles “cerraron el grifo” de los créditos. Cayó el consumo, las empresas comenzaron a cerrar y sus empleados fueron enviados “a la puta calle”. Y así, las deudas se volvieron impagables. Hoy hay cinco millones 600 mil desempleados, 25 por ciento de la población. Los Bancos de Alimentos y los Comedores Sociales de las ONG no se dan abasto porque cada día hay más personas que recurren a ellos. Los inmigrantes llegados desde los años noventa abandonan “el sueño español”. Los jóvenes españoles (la generación mejor preparada en toda la historia) emigran a otros países en busca de oportunidades. La Prima de Riesgo (el índice que mide el nivel de confianza de los inversionistas y el tipo de interés de la deuda) está desorbitada. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo imponen “medidas difíciles” para evitar la quiebra. Y la gente está “hasta los cojones de tanto político y banquero cabrón” que durante años los hizo vivir en un espejismo.
Y sin embargo… A pesar de las protestas (como la del 15-M) por los constantes “recortes presupuestales” y las duras reformas económicas que están desterrando varios derechos sociales, este país no acaba de estallar. No hace mucho, The New York Times se preguntaba por qué, en medio de este contexto,
no hay revueltas sociales que tomen las calles, incendien los ministerios de Estado, saqueen los supermercados… Quizá sea por el carácter de la gente y, sobre todo, por la solidaridad
familiar.
El otro día fui a Cataluña y conocí a Josefa Peña. Doña Josefa tiene 78 años, dice que ya está “vieja” pero tiene “muchas palabras para dar”. Nació en Málaga pero desde hace medio siglo vive en Barcelona, en un piso alquilado por el que en la actualidad paga 250 euros al mes. “Con el paso del tiempo lo he ido arreglando, pero ahora el dueño murió y su hijo me quiere echar a la calle. He tenido que buscar un abogado, de oficio porque no tengo para pagar, y ya tengo un juicio puesto”, cuenta.
Todos los días, Josefa se levanta temprano, se baña, se peina, sale por el pan y vuelve a casa para limpiar, cocinar y hacer ganchillo. “Esa es mi vida. Pero tengo muy buen ánimo, lo tengo estupendo”, agrega. Es que encara su situación con optimismo. Cobra una pensión de 600 euros al mes y con esa cantidad tiene que sostener su casa y un hijo en desempleado.
Dice la Unión Democrática de Pensionistas de España que la solidaridad de los mayores se ha convertido en una de las principales estrategias de la sociedad para enfrentar la crisis económica. “En los últimos dos años ha habido un aumento de personas mayores de 65 años que ayudan económicamente a sus hijos. Hoy son el 40 por ciento. En 2010 eran solo el 15 por ciento”, señala su informe más reciente.
Hasta hace tres años, el hijo de Josefa trabajaba en la construcción (“era oficial de primera”). Maldijo su suerte cuando lo despidieron pero no ha dejado de buscar algún empleo. “Va a todos los sitios y viene reventado de andar buscando faena”. Tiene 50 años, es soltero y siempre ha vivido con su madre. “Cuando él trabajaba tenía una ayuda. La criatura me daba y yo lo pasaba mejor. Pero ahora…”.
Josefa cuidaba ancianos en un asilo. Se retiró hace casi 30 años porque el dolor que sentía en los huesos comenzó a ser cada vez más fuerte. Le operaron las dos rodillas. También la matriz. Luego los ojos. “Caí mala, lo pasé muy mal y tuve que jubilarme”. Dice que su esposo está más enfermo que ella: “no se levanta”. Lo tiene en Málaga, con un familiar. “Ya está muy mayor. Estaba en lo de la construcción, mi hijo aprendió el oficio de él. Como cotizó muy poco en la Seguridad Social, pues ahora le dan una pensión de sólo 400 euros”.
Pilar Millán es responsable del Observatorio de Vulnerabilidad Social de la Cruz Roja en Cataluña. Ella y su equipo acaban de encuestar a 674 personas que reciben una pensión de entre 500 y 900 euros al mes. “El 30 por ciento de ellos ha tenido que ayudar económicamente, por primera vez, a algún familiar. No es que antes los mayores no fueran solidarios con la familia. Pero lo hacían de manera más puntual o voluntaria. Ahora esto ha cambiado y hay familias enteras que se sostienen exclusivamente con una pensión”, dice la investigadora. Y agrega: “Al tener un ingreso fijo al mes, pude pensarse que este colectivo es de los menos afectados por la crisis. Pero no es así. Muchos mayores han visto reducida su capacidad de ahorro, sus vistas al dentista o al oftalmólogo y han tenido que cambiar sus hábitos de convivencia al acoger a algún familiar en su casa. O han puesto en venta o en alquiler su piso y se han ido a vivir a casa de algún familiar”.
En el viaje de regreso a Madrid hojeo un par de periódicos y la mayoría de los titulares son monotemáticos: “La Prima de Riesgo llega a máximos históricos”. “El paro se desborda”. “España se acerca cada vez más a Grecia y Portugal”. “El rescate es inminente”. “Con la subida del IVA la cultura se volverá un lujo”.
Es curioso, pero cuando uno camina por las estrechas calles del centro de Madrid y ve sus bares y restaurantes llenos (de turistas, sí, nunca faltan. Pero también de los madrileños de siempre), puede llegar a pensarse que la realidad mediática es contraria a la realidad cotidiana. Las tiendas y centros comerciales, además, están saturados de gente (“es que muchos sólo vienen a ver y no compran, ¿no te das cuenta?”). Es verano y en las estaciones de tren, de autobús y en el aeropuerto, el exceso de viajeros es constante (“la gente no hace a un lado sus vacaciones, aunque tenga que endeudarse”). Desplazarse en Metro es cada vez más caro y, no obstante, sigue atiborrado (“de todas formas sigue siendo el medio de transporte más barato”). En los supermercados, los carritos continúan llegando a las cajas llenos de productos (“pero de marcas blancas (propias). Es lo que tenemos: que no podemos dejar de comer”).
Muy cerca de la Ciudad Universitaria, entre las Residencias de Estudiantes, el Comedor de las Monjas Capuchinas reparte todos los días hasta 600 platos de comida. La gente llega y se forma en una larga fila para esperar su turno. Hay inmigrantes (de Europa del Este, del Norte de África y de América Latina). Hay indigentes. Pero hay, también, gente que hasta hace poco pertenecía a la clase media o media baja. “Gente como tú y como yo”. Está, por ejemplo, Concepción Hernández. A simple vista, robusta y bien vestida, con el pelo teñido de rubio, sus gafas de sol y su bolso de imitación, no parece “una persona necesitada”. “Pero lo soy, hijo, lo soy”, se apresura a aclarar. “¡Anda que no hay que joderse! Llevo casi dos años en el paro. Tenía una peluquería, muy mona, ¿eh? Pero, claro, poco a poco la gente dejó de ir y yo no podía con los gastos: el alquiler del local, el sueldo de mi empleada, luz, agua, gas, los productos de la pelu, el teléfono. Bueno, hasta las revistas que hay que poner ahí pa’que la gente se entretenga mientras le atendemos. Ay, era mucho. Y tuve que cerrar. He tomado cursos para emprender otro negocio, ¿eh? A ver si te crees que yo estoy echada en casa. Que no, que no. Pero no he podido concretar algo. Y he buscado algún trabajillo. Pero, vamos a ver: que ya estoy vieja, cariño. Que a mis cincuenta y pico, ¿quién me va a contratar? Y vengo aquí a comer, pa’ahorrarme algo. Al principio me daba un poco de vergüenza, porque me daba. Pero qué le vamos a hacer: las cosas están como están. Y encima tengo que seguir pagando la hipoteca de mi piso. No quiero quedarme en la calle. Si hubiera sabido que vendría esta mierda, jamás hubiera comprado. Pero ya ves”.
Dejé a doña Concepción (“Conchi, hijo, llámame Conchi”) comiendo un plato de lentejas, chuletas de cerdo y una natilla de chocolate, todo preparado con mucho esmero por las monjas, y me fui a Ponferrada, dentro de Castilla y León, en los límites con Galicia.
Ponferrada es una ciudad de mineros y una parada obligada en el Camino de Santiago. Tiene un casco antiguo muy bien cuidado y una serie de barrios residenciales construidos en pleno “boom inmobiliario”. En la zona norte está su único rascacielos: una torre de 30 pisos de fachada color café. Se empezó a construir en 2005 y se terminó en 2009. Tardaron en hacerla más de lo previsto porque la constructora que estaba a cargo (Begar) quebró y su presidente, José Luis Ulibarri Cormenzana, fue imputado en el “caso Gürtel” (una red de corrupción política vinculada al hoy gobernante Partido Popular) porque los ayuntamientos favorecían a su empresa en los concursos de licitación de obras públicas.
Esta torre, La Torre de la Rosaleda, fue concebida como un símbolo de la modernidad de Ponferrada. Está diseñada para albergar comercios, oficinas y viviendas. De lujo. Pero está casi vacía. Muy pocos han podido comprar un espacio aquí y la inmobiliaria adeuda 240 mil euros a la Comunidad de Vecinos que, al no poder pagar la luz, se la cortaron hace unas semanas. Los elevadores dejaron de funcionar y todos caminaban por los pasillos alumbrados por unas pequeñas lámparas de pilas. Lo peor fue que también dejaron de funcionar las bombas de agua y, por eso, muchos prefirieron irse a casa de algún familiar o amigo. Así que, por lo visto, la torre es, más bien, un símbolo de la especulación urbanística.
Conversé con Lucía Delgado, presidenta de los vecinos del edificio, y me dijo que por su departamento pagó 180 mil euros. “Si lo comparas con Madrid, esto no es caro. Pero el problema es que los demás pisos no se han vendido al ritmo que se esperaba y no podemos disponer de los servicios completos, porque unos cuantos no podemos solventar lo que cuesta todo el inmueble. Tienes razón: esto es muy representativo de lo que sucede en toda España. Se construyó demasiado y ahora no hay quien compre”.
De nuevo en Madrid, camino por la céntrica calle de Alcalá y, bajo un furioso sol, veo aproximarse un numeroso grupo de manifestantes. Son funcionarios públicos que protestan por los recortes de sueldo que les ha aplicado el gobierno. Muy cerca de aquí, en el Congreso de los Diputados, policías y bomberos municipales también protestan. Vendrán más manifestaciones (y más “medidas de austeridad”) porque, según los sindicatos, se aproxima “un otoño caliente”.

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