— José Luis Martínez S.
Foto: Especial
México • La programación del ciclo Cine y sexo, la mirada femenina,
atenta contra las más sólidas creencias del cartujo. En vez de ver las
películas en salas oscuras y hediondas, entre gente de mala facha y poca
fortuna amorosa, los asistentes podrán hacerlo en asépticos y seguros
foros universitarios, donde además escucharán a expertos como Andrés de
Luna, Naief Yehya y —aunque ustedes no lo crean— Fabrizio Mejía Madrid
disertando sobre la pornografía y sus contornos.
Son hechas por mujeres. Esto permite asomarse a una visión de género no exenta de connotaciones políticas, como ha dicho la organizadora Marianna Palerm, lo cual no deja de resultar interesante.
El ciclo provoca, van ustedes a creer, el pataleo del humilde monje, quien mira angustiado cómo se esfuman las fronteras de lo prohibido. Poco queda de aquellos tiempos cuando —como tantos otros en la Ciudad de México— entraba a hurtadillas a cines como el Río, Savoy, Venus o Del Prado para ver películas eróticas, la mayor parte de ellas tan olvidadas como sus protagonistas. Hacerlo era una aventura, un riesgo grande, sobre todo en la adolescencia, cuando a la posibilidad de ser sacado a empellones por los inspectores se sumaba el peligro de los acosadores, siempre alertas a la presencia de muchachos atrapados en las malditas redes de la concupiscencia.
El Río fue su paraíso. Ahí conoció el arte de Linda Lovelace en Garganta profunda y se enamoró de Cheri Caffaro, la estrella de Girls are for loving. Pero fue en el Diana donde encontró la belleza rotunda de Edwige Fenech, La casta Susana, la Madame Bovary nunca imaginada por Flaubert.
¿Cuántos años sin pensar en esa belleza italiana? Y, de pronto, la noticia de la muestra preparada tan laboriosamente por Marianna Palerm se la trae de regreso, intacta, sin los desfalcos del tiempo. Mezcla afortunada de muchas razas, Edwige no hizo porno; no obstante, desplegó sus encantos en películas de un cándido erotismo capaces de alentar la febril imaginación de sus admiradores, por lo general incondicionales también del inefable humor de su paisano Lando Buzzanca.
Una tarde de pinta, lejos del tedio de la secundaria, vio en el Venus La muchacha de las medias de seda. No recuerda el nombre de la protagonista, menos aún el título original de esa película donde —a la manera de la Justine de Sade— una joven hermosa sufría los infortunios de la virtud. No era una película alegre sino triste, de soft porno, casi tan delicada y excitante como las obras de Andrew Blake, el director de Night trips.
Hace mucho tiempo abandonó para siempre esas salas, el porno se volvió casero con la televisión porcable ,
los videos y el internet. También, la mayoría de las veces, se hizo
monótono, aburrido, sin ningún argumento detrás. Por eso y por los
recuerdos, quizá sea conveniente asistir, así sea a regañadientes, al
inventario de cine pornográfico dirigido por mujeres insumisas,
pregoneras del inalienable derecho a la imaginación y la calentura.
Son hechas por mujeres. Esto permite asomarse a una visión de género no exenta de connotaciones políticas, como ha dicho la organizadora Marianna Palerm, lo cual no deja de resultar interesante.
El ciclo provoca, van ustedes a creer, el pataleo del humilde monje, quien mira angustiado cómo se esfuman las fronteras de lo prohibido. Poco queda de aquellos tiempos cuando —como tantos otros en la Ciudad de México— entraba a hurtadillas a cines como el Río, Savoy, Venus o Del Prado para ver películas eróticas, la mayor parte de ellas tan olvidadas como sus protagonistas. Hacerlo era una aventura, un riesgo grande, sobre todo en la adolescencia, cuando a la posibilidad de ser sacado a empellones por los inspectores se sumaba el peligro de los acosadores, siempre alertas a la presencia de muchachos atrapados en las malditas redes de la concupiscencia.
El Río fue su paraíso. Ahí conoció el arte de Linda Lovelace en Garganta profunda y se enamoró de Cheri Caffaro, la estrella de Girls are for loving. Pero fue en el Diana donde encontró la belleza rotunda de Edwige Fenech, La casta Susana, la Madame Bovary nunca imaginada por Flaubert.
¿Cuántos años sin pensar en esa belleza italiana? Y, de pronto, la noticia de la muestra preparada tan laboriosamente por Marianna Palerm se la trae de regreso, intacta, sin los desfalcos del tiempo. Mezcla afortunada de muchas razas, Edwige no hizo porno; no obstante, desplegó sus encantos en películas de un cándido erotismo capaces de alentar la febril imaginación de sus admiradores, por lo general incondicionales también del inefable humor de su paisano Lando Buzzanca.
Una tarde de pinta, lejos del tedio de la secundaria, vio en el Venus La muchacha de las medias de seda. No recuerda el nombre de la protagonista, menos aún el título original de esa película donde —a la manera de la Justine de Sade— una joven hermosa sufría los infortunios de la virtud. No era una película alegre sino triste, de soft porno, casi tan delicada y excitante como las obras de Andrew Blake, el director de Night trips.
Hace mucho tiempo abandonó para siempre esas salas, el porno se volvió casero con la televisión por
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