jueves, 23 de agosto de 2012

La vía al totalitarismo

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[Artículo número 18 de la lista de lectura de 30 días de Robert Wenzel que te ayudará a convertirte en un conocedor libertario]
A pesar del evidente objetivo final de los amos de Rusia de comunizar y conquistar el mundo, y a pesar de temible poder que armas como misiles guiados y bombas atómicas y de hidrógeno puedan poner en sus manos, la mayor amenaza a la libertad estadounidense proviene hoy de su interior. Es la amenaza de una ideología totalitaria creciente y en expansión.
El totalitarismo en su forma final es la doctrina de que el gobierno, el estado, debe ejercer un control total sobre el individuo. El American College Dictionary, siguiendo de cerca al Webster’s Collegiate, define al totalitarismo como “perteneciente a una forma centralizada de gobierno en la que los que están al mando no conceden reconocimiento ni tolerancia a partidos de diferente opinión”.
Ahora debería describir este fracaso en conceder tolerancia a otros partidos como algo que no es lo esencial del totalitarismo, sino más bien como una de sus consecuencias o corolarios. La esencia de totalitarismo es que el grupo en el poder debe ejercer el control total. Su propósito original (como en el comunismo) puede ser meramente ejercitar un control total sobre “la economía”. Pero “el estado” (el imponente nombre de la camarilla en el poder) solo puede ejercer un control total sobre la economía si ejercita un control completo sobre importaciones y exportaciones, sobre precios y tipos de interés y salarios, sobre la producción y el consumo, sobre compras y ventas, sobre las rentas ganadas y gastadas, sobre los trabajos, sobre las profesiones, sobre los trabajadores (sobre lo que hacen y lo que obtienen y a dónde van y finalmente, sobre lo que dicen e incluso lo que piensan).

Si el control total sobre la economía debe en definitiva significar el control total sobre lo que la gente hace, dice y piensa, entonces solo es señalar detalles o apuntar corolarios decir que el totalitarismo suprime la libertad de prensa, la libertad de religión, la libertad de reunión, la libertad de inmigración y emigración, la libertad de crear o mantener cualquier partido político en la oposición y la libertad de votar contra el gobierno. Estas supresiones son simplemente los resultados finales del totalitarismo.
Todo lo que buscan los totalitarios es el control total. Esto no significa necesariamente que quieran la supresión total. Suprimen únicamente las ideas con las que no están de acuerdo o les parecen sospechosas o de las que nunca han oído hablar, y solo suprimen las acciones que no les gustan o de las que no ven la necesidad. Dejan al individuo perfectamente libre de estar de acuerdo con ellos y perfectamente libre de actuar de cualquier forma que sirva a sus propósitos (o a lo que puedan considerar en ese momento como indiferente). Por supuesto, a veces obligan a acciones, como las denuncias de gente que está contra el gobierno (o a quienes el gobierno dice que están contra el gobierno o a humillarse adulando al líder del momento. El que ninguna persona en Rusia tenga hoy la adulación humillante que reclamaba Stalin significa principalmente que ningún sucesor ha tenido éxito aún en conseguir el poder indiscutible de Stalin.
Una vez que entendemos el totalitarismo “total”, estamos en mejor disposición para entender los grados del totalitarismo. O más bien, como el totalitarismo es total por definición, probablemente sea más apropiado decir que estamos en mejor disposición para entender las etapas en la vía al totalitarismo.
Desde donde estamos, podemos movernos hacia el totalitarismo por un lado  o hacia la libertad por el otro. ¿Cómo determinamos dónde estamos ahora?  ¿Cómo sabemos en qué dirección nos hemos estado moviendo? En esta esfera ideológica, ¿cómo es nuestro mapa? ¿Cuál es nuestra brújula? ¿Cuáles son las indicaciones o constelaciones que nos guían?
En un poco difícil, como demuestra su neblinoso y conflictivo uso, estar de acuerdo en qué significa precisamente la libertad. Pero no es demasiado difícil estar de acuerdo en qué significa la esclavitud- Y no es demasiado difícil reconocer la mente totalitaria cuando nos topamos con una. Su característica principal es un desdén por la libertad. Es decir, su característica principal es un desdén por la libertad  de otros. Como remarcaba Tocqueville en el prólogo a su “Francia antes de la Revolución de 1789”:
Los propios déspotas no niegan la excelencia de la libertad, pero quieren tenerla toda para ellos y mantienen que todos los demás hombres son completamente indignos de ella. Así que no es en la opinión que pueda tenerse de la libertad donde subsiste esta diferencia, sino en la mayor o menor estima que tengamos por la humanidad y puede decirse con estricta precisión, que el gusto que un hombre pueda mostrar por el gobierno absoluto muestra una relación exacta con el desdén que pueda profesar por sus conciudadanos.
En otras palabras, la negación de la libertad se basa en la suposición de que el individuo es incapaz de ocuparse de sus propios asuntos.
Tres tendencias o ideas principales señalan la deriva hacia el totalitarismo. La primera y más importante, porque las otras dos derivan de ella, es la presión por un constante aumento en los poderes del gobierno, por una constante ampliación de la esfera gubernamental de intervención. Es la tendencia hacia más y más regulación en toda esfera de la vida económica, hacia más y más restricciones de las libertades del individuo. La tendencia hacia más y más gasto público es una parte de esta tendencia. Significa en la práctica que el individuo es capaz de gastar cada vez menos de la renta que gana en cosas que quiere, mientras que el gobierno toma cada vez más de su renta para gastarlo en las cosas que él cree sensato. En resumen, una de las suposiciones básicas del totalitarismo (y de pasos hacia él, como el socialismo, el paternalismo estatal y el keynesianismo) es que no puede confiarse en el ciudadano para que gaste su propio dinero. Al ser cada vez más amplio el control público, la discreción individual, el
control del individuo de sus propios asuntos en todas direcciones se convierte necesariamente en cada vez más estrecho. En resumen, la libertad disminuye constantemente.
Una de las grandes contribuciones de Ludwig von Mises ha sido demostrar mediante un razonamiento riguroso y cientos de ejemplos cómo la intervención pública en la economía de mercado siempre genera una situación peor de la que habría existido en otro caso, incluso juzgada por los objetivos originales de los defensores de la intervención.
Supongo que otros participantes en este simposio explicarán con bastante exhaustividad esta fase de intervencionismo y estatismo, así que me gustaría de dedicar particular atención ahora a las consecuencias políticas que acompañan a la intervención pública en la esfera económica.
He llamado consecuencias a estos acompañamientos políticos y lo son en buena medida, pero también son, al tiempo, causas. Una vez el poder del estado ha aumentado por alguna intervención económica, este aumento en el poder del estado permite y estimula más intervenciones, que aumentan más el poder del estado y así sucesivamente.
La declaración breve más poderosa de esta interacción que yo conozca se produce en un discurso realizado por el eminente economista sueco, el veterano Gustav Cassel. Se publicó en un panfleto con el título descriptivo, pero bastante largo, Del proteccionismo a la dictadura mediante la economía planificada.# Me tomo la libertad de citar un pasaje extenso de este:
El liderazgo del estado en asuntos económicos que quieren establecer los defensores de la economía planificada está, como hemos visto, conectado necesariamente con una apabullante masa de interferencias gubernamentales de una naturaleza constantemente acumulativa. La arbitrariedad, los errores y las inevitables contradicciones de dicha política, como muestra la experiencia diaria, solo fortalecerán la demanda de una coordinación más racional de las distintas medidas y, por tanto, de un liderazgo unificado. Por esta razón, la economía planificad siempre tiende a evolucionar hacia la dictadura. (…)
La existencia de algún tipo de parlamento no es ninguna garantía de que una economía planificada no evolucione a una dictadura. Por el contrario, la experiencia ha demostrado que los cuerpos representativos son incapaces de cumplir todas las múltiples funciones relacionadas con el liderazgo económico sin verse cada vez más implicados en la lucha entre intereses en competencia, con la consecuencia de un decaimiento moral que acaba en corrupción de partidos (si no individual). Hay realmente ejemplos de esa evolución degradante acumulándose en muchos países a tal velocidad como para crear en todo ciudadano honorable las más graves aprensiones respecto del futuro del sistema representativo. Pero, aparte de esto, no es posible preservar este sistema si los parlamentos están continuamente saturados al tener que considerar una masa infinita de las cuestiones más intrincadas respecto de la economía de mercado. El sistema parlamentario solo puede salvarse mediante una restricción sabia y deliberada de las funciones de los parlamentos. (…)
La dictadura económica es mucho más peligrosa de lo que cree la gente. Una vez se ha establecido el control autoritario, no siempre será posible limitarlo al dominio económico. Si permitimos que se destruya la libertad económica y la confianza en uno mismo, los poderes que defienden la Libertad habrán perdido tanta fuerza que no serán capaces de ofrecer ninguna resistencia eficaz contra una extensión progresiva de dicha destrucción a la vida constitucional y pública en general. Y si se renuncia gradualmente a esta resistencia (tal vez sin que la gente se dé cuenta nunca de lo que está pasando en realidad) valores tan fundamentales como la libertad personal, la libertad de pensamiento y expresión y la independencia de la ciencia quedan expuestos a un daño inminente. Lo que puede perderse es nada menos que la totalidad de la civilización que hemos heredado de generaciones que en un tiempo lucharon duro por establecer sus fundamentos y e incluso dieron su vida por ella.
Cassel ha apuntado aquí muy claramente algunas de las razones por las que el intervencionismo económico y la planificación pública económica llevan a la dictadura. Sin embargo, mirando otro aspecto del problema, veamos ahora si podemos identificar o no, de una forma inconfundible, algunas de las principales características o indicaciones que puedan decirnos si nos acercamos o alejamos del totalitarismo.
Dije hace un rato que tres tendencias principales indican la deriva hacia el totalitarismo y que la primera y más importante, porque las otras dos derivaban de ella, es la presión para un constante aumento en la intervención pública, en el gasto público y en el poder público. Consideremos ahora las otras dos tendencias.
La segunda tendencia principal que indica la deriva hacia el totalitarismo es aquella hacia una concentración cada vez mayor de poder en el gobierno central. Esta tendencia se reconoce más fácilmente aquí en Estados Unidos, porque hemos tenido una forma ostensiblemente federal de gobierno y poder ver de inmediato el crecimiento del poder en Washington a costa de los estados.
La concentración de poder y la centralización del poder, puedo apuntar, son meramente dos nombres para la misma cosa. Esta segunda tendencia es una consecuencia necesaria de la primera. Si el gobierno central va a controlar cada vez más nuestra vida económica, no puede permitir que hagan esto los estados individuales. La presión por la uniformidad y la presión por la centralización del poder son dos aspectos de la misma presión.
No es difícil ver por qué es así. Evidentemente, si el gobierno ha de intervenir en los negocios, no puede haber cuarenta y ocho tipos distintos de intervenciones en conflicto. Evidentemente, si el gobierno va a imponer un “plan económico” general, no puede imponer cuarenta y ocho planes distintos y en conflicto. Planificar desde el centro solo es posible con la centralización del poder gubernamental. Y es tan profunda la creencia en la bondad y necesidad de una regulación uniforme y una planificación centralizada que el gobierno federal asume cada vez más poderes previamente ejercitados por los estados o poderes nunca ejercitados por ningún estado y el Tribunal Supremo continúa estirando la cláusula de comercio interestatal de la Constitución para autorizar poderes e intervenciones federales nunca soñados por los Padres Fundadores. Al mismo tiempo, sentencias de Tribunal Supremo tratan a la Décima Enmienda a la Constitución prácticamente como si no existiera.#
Hay un ejemplo notable de esta tendencia en relación con la legislación laboral. Las sentencias del Tribunal Supremo respecto de la Ley Wagner y su sucesora, la Ley Taft-Hartley (legal y esencialmente, una mera enmienda a la Ley Wagner)  no solo han aumentado constantemente la esfera de la regulación federal para cubrir actividades y relaciones laborales que son principal, si no completamente, internas del estado, sino que han declarado que los propios estados no tienen ningún poder sobre estas actividades y relaciones principalmente internas si el Congreso ha decidido “adelantarse” en este campo.
La tercera tendencia que indica la deriva hacia el totalitarismo es la creciente centralización y concentración del poder en manos del Presidente a costas de los otros dos poderes: Congreso y tribunales. En Estados Unidos, esta tendencia está hoy muy marcada. De escuchar a nuestros pro-totalitarios, la principal tarea del Congreso es seguir en todo el “liderazgo” del Presidente, ser un grupo de asentidores, actuar como un mero sello de goma.
Los peligros del gobierno de un solo hombres se han destacado y radicalizado en años recientes (hemos visto muchos ejemplos terribles, de Hitler y Stalin a sus muchas ediciones de bolsillo, los Mosaddeq y Perón) como para que parezca innecesaria cualquier advertencia de peligro a los estadounidenses. Aun así, la mayoría de los estadounidenses, como los ciudadanos de los países que ya han sido víctimas de sus Mussolini nativos, pueden resultar incapaces de reconocer este mal hasta que ha crecido más allá del punto de control. Un acompañamiento invariable al crecimiento del cesarismo  es el creciente desdén expresado hacia los cuerpos legislativos y la impaciencia por sus “dilaciones” en aprobar el programa del “Líder” o sus “tácticas obstruccionistas” o “catastróficas enmiendas” en la práctica. Aun así, en años recientes, el desprecio al Congresos se ha convertido en Estados Unidos en casi un pasatiempo nacional. Y una parte sustancial de la prensa nunca se cansa de vilipendiar al Congreso por “no hacer nada”, es decir, por no acumular más montañas de legislación sobre las actuales montañas de legislación o por no aprobar al completo “el programa del Presidente”.#
Si preguntamos cómo es que el Congreso y otros cuerpos legislativos en el mundo contemporáneo han tendido a caer en el descrédito público, encontramos de nuevo que la respuesta se encuentra en la aparentemente inconmovible fe contemporánea en la necesidad y bondad de una intervención pública en continua expansión. El Congreso y los planificadores nunca pueden ponerse de acuerdo entre ellos precisamente sobre qué debería hacer el gobierno para remediar algún supuesto mal. No pueden estar de acuerdo en una ley general no ambigua, cuya aplicación a casos concretos podría dejarse tranquilamente a los tribunales. En todo lo que pueden ponerse de acuerdo es en que “hay que hacer algo”. En otras palabras, en todo lo que pueden ponerse de acuerdo es en que el gobierno debe intervenir, en que el área especial de la actividad económica bajo discusión debe estar “controlada”. Así que redactan una ley estableciendo una serie de objetivos vagos peros resonantes y crean una agencia o comisión cuya función es alcanzar estos objetivos mediante su omnisciencia y discreción. La Ley Nacional de Relaciones Laborales (de la Ley Wagner-Taft-Hartley) es un ejemplo típico. Crea un Consejo Nacional de Relaciones Laborales, que a partir de entonces procede a convertirse en fiscal, tribunal y cuerpo legislativo todo en uno y empieza a establecer una serie de disposiciones y a tomar una serie de decisiones, muchas de las cuales no sorprenden a nadie más que a los miembros del Congreso que crearon la agencia para empezar.
A partir de entonces, el Congreso en esa esfera concreta se trata principalmente como una molestia. Los cuerpos administrativos que ha creado lamentan su “interferencia” e “intromisión” con sus actividades. Estos cuerpos administrativos se dedican en buena parte a ensalzar la “discreción administrativa” a costa del Estado de Derecho, es decir, de cualquier cuerpo de normas claras a aplicar por los tribunales. Cualquier esfuerzo posterior del Congreso para reducir el rango de la discreción, arbitrariedad y capricho administrativos se denuncia como “paralizador” para los cuerpos administrativos y como interfiriente con esa “flexibilidad” de acción tan querida por el corazón administrativo.
Junto con este crecimiento de las agencias y el poder administrativos, cada vez manos controlados por el Congreso o los tribunales, ha habido una constante ampliación en la interpretación de los poderes constitucionales del Presidente. Esto se ha producido tanto en el campo exterior como en el interior.
Es especialmente acusado en la esfera de las relaciones exteriores. La Constitución, al contrario que los que suponen repetidamente los defensores de la omnipotencia presidencial, no da específicamente en ningún sitio poder al Presidente para dirigir las relaciones exteriores. En concreto, tiene simplemente el poder formal de “recibir embajadores y otros enviados públicos”. Tal vez esto implique poder sobre la gestión rutinaria de los asuntos exteriores, que difícilmente puede realizar el Congreso, pero indudablemente no se aplica a ninguna decisión crucial. Pues los Padres Fundadores dieron solo al Congreso el poder de declarar la guerra. Y previeron concretamente que el Presidente no pudiera realizar ningún tratado sin “el consejo y consentimiento del Senado”. En la práctica, desde George Washington los presidentes han ignorado por lo general la instrucción de requerir el consejo del Senado al hacer tratados. Y en años recientes han tratado repetidamente de eludir incluso el requisito del consentimiento senatorial. Lo han hecho mediante tres dispositivos extra-constitucionales.
Una de estas es redactar y firmar un complicado tratado multilateral y luego argumentar que el Senado debe ratificarlo sin sugerir enmiendas porque cualquier intento de introducirlas haría imposible todo el tratado.
Un segundo dispositivo, que cada vez se pone más en práctica, ha sido redactar un tratado que establezca una agencia internacional que esté autorizada a partir de entonces a actuar por su cuenta y a adoptar a su discreción sus propias normas. Esto es aplicable a la ONU y al Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento. Una vez el Senado ha aprobado esa disposición pierde cualquier capacidad real respecto de las decisiones que haya tomado la agencia, aunque el Presidente puede aún tener algún control parcial mediante sus nombramientos para dicho cuerpo.
El tercer dispositivo extra-constitucional es, por supuesto, el de recurrir a un “acuerdo ejecutivo” en lugar de a un tratado, afirmando que este es tan obligatorio para el Congreso y el país como habría sido un tratado y por tanto eludiendo el requisito constitucional de la ratificación del Senado. Cuando el Senado trató de aprobar una enmienda aclaratoria (y perdió por un solo voto la mayoría necesaria de dos tercios para hacerlo) para garantizar la supremacía de la Constitución sobre los tratados y evitar las enmiendas de dicha Constitución por la puerta de atrás mediante el dispositivo de la realización de tratados, el presidente Eisenhower y sus consejeros se opusieron. En este debate, la prensa pro-presidencial, en sus noticias, se refería constantemente a esta enmiendo propuesta como un intento de frenar “el poder del Presidente de realizar tratados”. Utilizaron repetidamente esta expresión sabiendo que no hay poderes exclusivos de realización de tratados por el Presidente en la Constitución. El presidente no tiene poderes de realización de tratados en absoluto que no requieran el consejo y consentimiento del Senado y la concurrencia de dos tercios de los senadores presentes. La afirmación de que hay un poder presidencial de realización de “acuerdos ejecutivos” con naciones extranjeras que obliguen a este país y que el Senado no tiene derecho a controlar, no tiene absolutamente ningún fundamento.
En la esfera interna, los poderes del Presidente han aumentado principalmente mediante la constante multiplicación de agencias federales. Muchas de ellas, mediante sus poderes de creación y aplicación de normas y su amplia flexibilidad discrecional, han hecho que agencias que combinan legislación y policía queden en buena parte fuera del control del Congreso.
La grandes guerras en las que Estados Unidos ha participado en los últimos cuarenta años también llevaron a un enorme crecimiento en los llamados “poderes de guerra” del Presidente. Pero no hay ninguna mención específica de los “poderes de guerra” o ninguna lista de ellos en la Constitución. Este crecimiento de los poderes de guerra deriva principalmente de los precedentes creados por la indiscutida suposición o usurpación de dichos poderes por presidentes pasados. De ahí su naturaleza constantemente acumulativa.
Finalmente, la simple costumbre de un enorme poder presidencial ha llevado a la declaración de aún más poder. Un ejemplo importante de esto fue la acción del presidente Truman de apropiarse de las acerías de la nación en 1952, para obligar a las empresas del acero a aceptar la sentencia sobre salarios que había acordado el Consejo de Estabilización Salarial que él mismo había nombrado. Los abogados del gobierno argumentaban suavemente y el propio Truman afirmaba que el Presidente podía hacer esto bajo sus “poderes reservados” o “poderes inherentes” en la Constitución. Fue de nuevo una declaración de poderes que la Constitución no menciona en ningún lugar. Y aunque esta declaración fue finalmente rechazada por el Tribunal Supremo, solo lo fue por un votación de seis contra tres. Los miembros minoritarios argumentaron que el Presidente podía apropiarse de cualquier cosa que deseara bajo estos llamados poder inherentes o reservados. Si hubiera sido la sentencia mayoritaria, ninguna propiedad privada en ningún lugar del país estaría libre de incautación. El poder presidencial no tendría controles y sería en la práctica ilimitado.
Apenas sería necesario apuntar que esta constante expansión de las declaraciones de poderes presidenciales se ha visto necesariamente acompañada por una constante reducción de los poderes y prerrogativas del Congreso. Hoy encontramos un creciente rencor incluso del poder del Congreso de investigación del poder ejecutivo. Es indudablemente un poder mínimo, sin el que el Congreso no podría ejercitar con conocimiento sus demás funciones. Pero las investigaciones del Congreso en los últimos años han sido constantemente denunciadas ya bajo la justificación de que impiden que las agencias ejecutivas “hagan ningún trabajo” o bajo la pretensión de que socavan la moral de los funcionarios federales y son casi invariablemente injustas. Es irónico que el Congreso, cuya capacidad de controlar el poder presidencial ha estado encogiendo constantemente en los últimos cuarenta años, sea hoy acusado más a menudo que nunca en la prensa de “usurpar” las funciones, poderes o prerrogativas del Presidente.
Una de las evoluciones notables de la última década, ha sido, de hecho, la frecuencia con la que el Presidente, con una excusa u otra, ha “prohibido” a los miembros del poder ejecutivo testificar sobre ciertas actividades ejecutivas ante los comités del Congreso. Cada vez más actividades del gobierno federal tienden a convertirse en “alto secreto”, incluso en tiempo de paz. Se dice que el Congreso se entromete en algo que no le concierne. La gente que pretende hablar en nombre del Presidente ha estado frecuentemente cerca de declarar lo que podríamos llamar el principio de la irresponsabilidad del ejecutivo, es decir, el principio de que el Presidente no tiene que justificar ante los representantes elegidos del pueblo sobre sus acciones oficiales.
Uno pensaría que los horribles ejemplos de Mussolini, Hitler, Stalin, Mosaddeq, Perón, etc. darían que pensar a nuestros propios defensores de cada vez más poder ejecutivo en Estados Unidos. ¿Por qué no lo han hecho? En parte, indudablemente, por el enraizado hábito de poner tu propio país en una categoría por sí mismo, como si todo lo que pasara en el exterior no pudiera tener ninguna relación con nada que ocurra en el interior. Es la vieja ilusión de que “No puede pasar aquí”.
Otra razón por la que estas tendencias dictatoriales en el exterior no se relacionan con nuestras propias tendencias internas es que tenemos la costumbre de utilizar distintos vocabularios para describir evoluciones similares, dependiendo de si se producen en el exterior o el interior. Podemos llamar a una tendencia exterior una tendencia hacia la dictadura, pero defender la misma tendencia en el interior basándonos en que necesitamos un ejecutivo “fuerte”.
Es verdad que hay un posible peligro de tener un ejecutivo tan débil, tan incapaz de mantener, la ley, el orden y la firmeza y dependiente de la política que su propia debilidad genere un amenaza de levantamiento revolucionarios seguido por una dictadura. Pero esto se produce solo bajo condiciones raras y especiales, de las que no hay ninguna señal en los Estados Unidos actuales. En el momento de escribir esto, el ejemplo más eminente que tenemos de un ejecutivo débil en el mundo occidental es Francia. Pero incluso cuando examinamos más de cerca ese caso, descubrimos que el defecto real del sistema francés es menos que al Premier le falten poderes legales mientras permanezca en el cargo, como que le falta seguridad en la permanencia. La Asamblea Francesa puede irresponsablemente votar su pérdida del cargo en cualquier momento. No tiene un poder correspondiente de disolución para forzar al parlamento francés a ejercitar responsablemente su poder de destitución. Al no tener seguridad en la permanencia, está a menudo paralizado en su acción. Aun así, los franceses, en lugar de darle el inequívoco poder de disolución que posee, por ejemplo, el Primer Ministro de Gran Bretaña, han tratado de resolver el problema de forma equivocada dando a menudo el Premier en el cargo el “poder de legislar por decreto” que no tendría que tener. En otras palabras, los franceses, en lugar de obligar a la Asamblea a ejercitar sus poderes de aprobación o desaprobación de forma responsable, dan periódicamente al Premier poderes que deberían ejercitarse apropiadamente solo por el poder legislativo.
Independientemente de si este análisis de la situación actual de Francia se acepta o no como correcto, está indudablemente claro que fuera de Francia ninguna nación importante sufre hoy debido a un ejecutivo “demasiado débil”. La mayoría de las naciones llamadas “libres”, incluyendo la nuestra, ya sufren de poderes peligrosamente excesivos en manos del ejecutivo y sobre todo de un gobierno que ha adquirido poderes peligrosamente excesivos.
En un gobierno federal restringido a su esfera adecuada, se podría dar adecuadamente al Presidente más poderes de los que tiene actualmente en algunos aspectos y menos poderes en otros. Pero cualquier argumento general a favor de un ejecutivo “más fuerte” solo puede parecer factible mientras siga siendo ambiguo y vago en sus especificaciones. Si debemos hablar en términos generales amplios, tenemos derecho a decir en esos términos generales que los poderes y responsabilidades del Presidente han crecido mucho más allá de los que puede y debe ejercer cualquier único hombre.
Ya hemos explicado lo que he llamado las tres principales tendencias que señalan una deriva hacia el totalitarismo. Son (1) la tendencia del gobierno a tratar de intervenir cada vez más y a controlar la vida económica; (2) la tendencia hacia una concentración cada vez mayor de poder en el gobierno central a costa de los gobiernos locales y (3) la tendencia hacia una concentración cada vez mayor de poder en manos del ejecutivo a costa del legislativo y el judicial.
Estoy tentado de añadir a estas una cuarta tendencia: la presión para un estado mundial.
Añadir esto sin duda será una sacudida para los presuntos liberales e idealistas bienintencionados que considerarían el establecimiento de un estado mundial como el logro supremo del liberalismo y el internacionalismo. Sin embargo, un pequeño examen nos mostrará que la actual presión para un estado mundial representa un falso internacionalismo y un alejamiento de la libertad. Por el contrario, es meramente el equivalente a escala mundial de la presión para un gobierno centralizado a escala nacional. Busca establecer la maquinaria coactiva de un estado mundial antes de que el mundo esté ni remotamente preparado en sentimientos o ideología para aceptar un estado mundial. Los fanáticos de esa maquinaria están demasiado impacientes como para estudiar las bases necesarias para un estado mundial (incluso asumiendo que un estado mundial, que concentraría todos los poderes políticos del mundo en unas pocas manos, sea incluso deseable en último término). Esos fanáticos de un gobierno mundial centralizado con poderes coactivos no reconocen que si existieran la buena voluntad internacional y la clarividencia intelectual por parte de los estadistas mundiales, prácticamente todos los objetivos razonables del llamado estado mundial podrían alcanzarse sin crear dicho estado mundial. Y hasta que se alcances esa buena voluntad y clarividencia dentro de las naciones individuales, la creación de un estado mundial obligatorio sería o fútil o catastrófica.
En realidad, la presión para un estado mundial no representa un verdadero internacionalismo, sino intergobernamentalismo, interestatismo. Llevaría al establecimiento de una maquinaria para una coacción universal y procustiana. En la época actual parecemos movernos hacia una mayor restricción de las libertades de los individuos por parte de agencias públicas. Esta es la tendencia que ha producido la presión para la fijación internacional de precios, para la creación de “fondos de reserva” internacionales de materias primas, la institución de subvenciones y dádivas internacionales, el establecimiento público paternalista de industrias en naciones “subdesarrolladas” sin considerar si son apropiadas, eficaces o necesarias y finalmente el crecimiento del inflacionismo internacional, representado por instituciones tales como el Fondo Monetario Internacional.
Toda la tendencia genera una farsa de libertad internacional para el individuo, que es la esencia del verdadero internacionalismo. Pues el verdadero internacionalismo no consiste en obligar a los contribuyentes o ciudadanos de un nación o a los habitantes de una parte del globo a subvencionar o dar limosnas, o incluso hacer negocios con los ciudadanos de cualquier otra nación o los habitantes de cualquier otra parte del globo. Por el contrario, el verdadero internacionalismo consiste en permitir al ciudadano o empresa individual comprar o vender o comerciar con el ciudadano o empresa individual de cualquier otra nación. Consiste, en pocas palabras, en la libertad de comercio defendida tan elocuentemente por Adam Smith en el siglo XVIII y alcanzada en la práctica en el XIX: una libertad de comercio que (a pesar de los logros de las agencias internacionales y los tratados multilaterales) ahora se ha destruido.
En resumen, estamos hoy perdiendo nuestras libertades mediante una falsa ideología, o, por usar una expresión más antigua. Debido a la confusión intelectual. Nada es más típico de esta confusión intelectual contemporánea que la enunciación del presidente Roosevelt en sus últimos años de las llamadas Cuatro Libertades. Como apunta George Santayana en una nota al pie de su Dominaciones y potestades:
De las “Cuatro Libertades” reclamadas por el Presidente Roosevelt en nombre de la humanidad, dos son negativas, siendo libertades ante, ni libertades para. Si hubiera escogido la palabra inglesa “liberty” [en lugar de la palabra “freedom”] habría tropezado al tratar de alcanzar las excepciones deseadas, porque la expresión “freedom from” es idiomática, pero la expresión “liberty from” habría sido imposible. Así que “liberty” parece implicar libertad vital, el ejercicio de poderes y virtudes natural a uno y su país. Pero libertad ante arbitrariedad o ante miedo es solo una condición para el constante ejercicio de la verdadera libertad. Por otro lado, es más que una reclamación de libertad, pues reclama garantía y protección de las instituciones que la proporcionan, lo que implica el dominio de un gobierno paternal, con privilegios artificiales otorgados por ley. Sería libertad ante los privilegios artificiales garantizados por ley. Nos muestra una libertad contrayendo su campo y negociando antes su seguridad.
El mundo contemporáneo se ha ido al garete, en resumen, porque ha buscado libertad ante los peligros y riesgos de la propia libertad.

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