Una incómoda medalla de oro
Víctor Beltri*
 
                   
Para Carlos y Artemisa, 
quienes hacen de la amistad algo extraordinario.
El sábado, tras la victoria ante 
Brasil, era inevitable contrastar la alegría del momento con la desazón 
cotidiana. La violencia que parece interminable, las protestas ante una 
derrota electoral que no se acepta, la percepción de que todo está 
siempre mal, siempre destinado al fracaso, de que México vive presa de 
una maquinación perversa que no permite que ocupemos el lugar que, por 
otro lado, no acabamos de creer que merecemos.
En el año 2000, Lawrence Harrison y 
Samuel Huntington publicaron una compilación de ensayos de varios 
académicos, producto de un simposio realizado en la Academia  de Estudios Internacionales de Harvard, bajo el título Culture Matters: How Values Shape Human Progress,
 en donde se analiza el papel de la cultura y los valores nacionales en 
el desarrollo de la libertad, la prosperidad y la justicia. En uno de 
esos ensayos, A Cultural Typology of Economic Development, el 
argentino Mariano Grondona distingue entre valores intrínsecos e 
instrumentales, entendiendo los primeros como aquellos que se mantienen 
con independencia de costos y beneficios, y los segundos como los que se
 sostienen en razón de su beneficio directo e inmediato.
De acuerdo con Grondona, los valores
 económicos son instrumentales en cuanto a que son susceptibles de ser 
alcanzados en el tiempo. El verdadero desarrollo económico se logra 
solamente cuando el valor instrumental es acompañado de un valor 
intrínseco, como la seguridad, la excelencia, el prestigio o el triunfo.
 La carencia de estos valores, o la prevalencia de otros de naturaleza 
negativa, como serían la cultura del menor esfuerzo, de la corrupción o 
de la trampa, son un lastre para el progreso de las naciones. De esta 
manera, el desarrollo económico es en realidad un proceso cultural, en 
el que las metas a largo plazo se imponen a las de corto plazo. En sus 
propias palabras, si los sistemas de valores de un pueblo se mueven 
hacia el polo favorable, mejoran las posibilidades de que la nación se 
desarrolle, ocurriendo lo contrario si lo hacen en dirección opuesta. 
Así, el desarrollo o subdesarrollo no le son impuestos desde fuera a la 
sociedad, sino que es ella misma quien toma la decisión, en base a los 
valores que abraza.
El sábado fue un día magnífico. La 
gente festejaba, feliz, orgullosa. Las banderas ondeaban y las camisetas
 verdes se podían ver por todos lados. No era para menos: los mexicanos 
salieron a la cancha y se enfrentaron, como iguales, con un equipo que a
 ojos del mundo entero era superior. El resultado lo conocemos todos, y 
cada quién lo vivió a su manera: desde la indiferencia de quien lo 
considera irrelevante hasta la emoción de quien miraba el podio con los 
ojos humedecidos.
Sin embargo, el oro olímpico no es 
trivial. Es, al contrario, un ejemplo claro de que la competencia que 
suma voluntad con inteligencia, disciplina y esfuerzo, produce 
resultados palpables. La gente lo percibe, y recuerda cómo los fracasos 
de hace no tantos años se han ido transformando en triunfos 
indiscutibles. Esta percepción, y la consecuente extrapolación de las 
victorias deportivas hacia la vida cotidiana, pueden ser la semilla de 
un cambio cultural, un cambio de los valores que aceptamos como propios 
por otros más positivos, más adecuados para los tiempos que estamos 
viviendo, más proclives al desarrollo.
Esfuerzo, constancia, trabajo en 
equipo. Orgullo, sentido de pertenencia, consciencia de la 
responsabilidad histórica expresada en objetivos a largo plazo. La 
selección nacional nos ha dado, de manera un tanto inesperada, la 
oportunidad de comenzar un debate sobre valores nacionales y vocación al
 triunfo que parecía haberse desperdiciado hace un par de años, cuando 
las festividades del bicentenario, y la ocasión de reflexionar sobre el 
país que queremos, fueron empañadas por intereses políticos y 
mezquindades personales.
Así, estamos en el momento adecuado 
para plantearnos las preguntas pendientes, y para conseguir que el 
sentimiento despertado por una victoria deportiva trascienda en el 
tiempo. El reto será saber despojarnos de la sensiblería y patrioterismo
 fácil del “sí se puede”, para convencernos, efectivamente, de que sí 
podemos. Y para decidirnos a lograrlo, de la misma manera que lo logró 
Mandela para unir a Sudáfrica a través del Mundial de Rugby, en 1995.
¿Qué hace falta para un cambio 
cultural en México? ¿Cómo podemos movernos hacia los valores positivos 
que son necesarios para detonar el desarrollo que durante años nos hemos
 negado a nosotros mismos? El cambio cultural, en este caso, no puede 
ser responsabilidad de una sola persona o de un liderazgo específico. No
 tenemos un Mandela. La reflexión debe ser personal y asumida por cada 
quién en las pequeñas acciones cotidianas.
El triunfo del sábado es un momento 
puntual, pero cuyas repercusiones pueden, y deben, ser más profundas que
 el mero engreimiento futbolístico. En este sentido, la medalla olímpica
 es todo menos cómoda, al increpar y cuestionar, a cada mexicano, si 
tiene los valores y la vocación de triunfo necesarios para merecerla. Y 
por ahí empezamos.
 
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