Por SAM KEAN
Jamón de canguro. Pastel de rinoceronte. Lengua de caballo. La vida doméstica era un tanto diferente en la casa de William Buckland. Algunos visitantes de su casa en Oxford, Inglaterra, a principios del siglo XIX recordaban su corredor de entrada, lleno de cráneos fosilizados de monstruos. Otros recuerdan los monos vivos que daban vueltas por ahí. Pero nadie podría olvidarse de la dieta de Buckland. Un geólogo profundamente religioso, le gustaba la historia de Noé, y la mayor parte de su arca pasó por su boca. Hubo sólo unos pocos animales que no pudo tragar: "El sabor del topo fue el más repulsivo que conocí", dijo una vez Buckland, "hasta que probé una moscarda".
Lo más sorprendente de los hábitos carnívoros de Buckland no era la variedad. Era que sus intestinos, arterias y corazón soportaran el consumo de tanta carne. No es menos sorprendente para los que vivimos en esta época, incluso los que tenemos gustos que apenas se ciñen a los filetes. Ya que si se fija en la procedencia de nuestra especie, ninguno de nuestros primos primates podría sobrevivir con una dieta con tanta carne. Al igual que muchas otras cosas que nos hacen únicos, debemos nuestra habilidad para comer toda esa carne a cambios en nuestro ADN.