Argentina: Basta de estatización disfrazada
El sistema de transporte por tren y
subterráneos de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires está en
crisis. En realidad, lo que está en crisis terminal es el particular
“modelo” que impuso el ciclo kirchnerista, en reemplazo del esquema de
asociación público-privado que predominó hasta que la explosión de
2001/2002 barrió con todo el marco contractual de las concesiones.
En lugar de readaptar los contratos a
las nuevas condiciones macroeconómicas, adecuando compromisos de
inversión, calidad del servicio y precio del viaje, corrigiendo fallas
regulatorias y de control y estableciendo un esquema de subsidio a la
demanda para los sectores de menores ingresos, el Gobierno prefirió
convertir los contratos de concesión en meros marcos formales y, en la
práctica, instrumentó una “estatización con testaferro”. Congeló
precios, los reemplazó por subsidios a la operación, mantenimiento e
inversión y dejó que esos fondos públicos los administraran los
operadores privados, en complicidad con los sindicatos, sin control y,
en algunos casos, con mucha corrupción.
Obviamente, al diluirse las
responsabilidades y borrar el marco de incentivos adecuados, el
resultado está a la vista. En un escenario macro de aceleración de la
inflación, aumento de costos y “libre albedrío” para sindicatos y
concesionarios, los subsidios se multiplicaron por treinta en ocho años
y, pese a ello, el sistema se amplió muy poco, y la calidad del
servicio se deterioró, al punto de tener que lamentar muertos y
heridos.
La situación resulta más escandalosa en trenes que en subtes, pero, básicamente, por un problema de “tamaño” y sistema.
No es de extrañar que, aun con una
política de subsidios, también escandalosa y ahora “rediseñada” para
peor, el único servicio que sigue funcionando aceptablemente, y con
cierta renovación de unidades, al menos en la Capital Federal, es el
“privado” de colectivos.
Este panorama se agrava si se tiene en
cuenta que los fondos para los subsidios, al originarse en impuestos
federales, generan una fuerte inequidad, dado que todos los pagadores
de impuestos del país financian servicios utilizados, mayoritariamente,
por ciudadanos de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires.
Ante todo esto, queda claro que se impone un drástico cambio.
Primero, desde el punto de vista fiscal y
redistributivo, hay que pasar la jurisdicción del transporte de la
Capital y el Gran Buenos Aires a un organismo de transporte de la
región metropolitana. Para eso, se necesita determinar el “patrimonio”
que cambia de jurisdicción, y terminar con todos los contratos de
concesión que tienen como contraparte a la Nación, estableciendo
claramente las responsabilidades, junto a un inventario de lo que no se
hizo en estos años.
Segundo, hay que definir el modelo a seguir, tanto en términos institucionales como del manejo de precios y subsidios.
Una alternativa es licitar nuevamente el
servicio, armando contratos de concesión adaptados a la nueva
realidad. Pero, con la inestabilidad macro y jurídica actual, y con
sindicatos que se creen “dueños” del servicio, cuando los verdaderos
dueños son los clientes, no parece fácil, salvo que se esté dispuesto a
regular de otra manera el poder sindical de los servicios públicos.
Otro esquema es el que proponen los
sindicalistas. Ellos tratan de imponer la “solución Aerolíneas”: tomar
explícitamente el manejo de la empresa, con fondos públicos ilimitados.
La tercera variante es un estatismo
“racional”, si tal cosa pudiera existir en la Argentina. Aunque allí
también hay que enfrentar al sindicalismo.
Cualquiera sea la alternativa que se
elija, hay que pasar lo más rápido posible de subsidios a precios
plenos y sólo subsidiar a los sectores de menores recursos y a la
inversión de largo plazo, y hay que fijar un plan integrado y ordenador
que incluya todos los servicios de transporte. Determinar la inversión
de emergencia de corto plazo, la de mediano y la de largo, y
establecer cómo y quién financia.
Luego, explicitar objetivos de calidad
del servicio, a lo largo del tiempo, darle publicidad plena y permitir
que las asociaciones de consumidores controlen en paralelo a los
reguladores estatales.
La peor alternativa es mantener la
situación actual, emparchando, poniendo plata sin saber para qué, y
convirtiendo un viaje diario en una odisea demasiado peligrosa.
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