Chopin era cubano
Mozart, en cambio, además de ser el 
mayor compositor  de todos los tiempos, también era, y nadie lo sabía 
hasta que lo  descubrió Paquito, un glorioso negro de New Orleans. 
Paquito, u otro de  sus cómplices porque me confundo en qué hizo quién, 
transformó el adagio  de su concierto para clarinete en un  blue 
melancólico  y hermoso que hubiera hecho llorar al maravilloso Luis 
Armstrong, el  mejor cantante de jazz con la peor voz de la historia 
universal de las  cuerdas vocales.
Y “Juanito Sebastiancito Bach”, como le 
llama  Paquito en una cadena de diminutivos (“para que rime conmigo”, 
suele  decir), nunca supo que su música sacra, compuesta en iglesias 
oscuras  para honrar santos y entretener poderosos, originalmente 
ejecutada en  órganos sombríos, serviría para darle vida a los danzones,
 al  cha-cha-cha o al  bossa nova.
Astor  Piazolla, el argentino grande del
 que se dice que renovó el tango, hizo  algo más en las manos y en las 
bocas de estos excelentes músicos  cubanos: revivió el mambo. Por arte 
de la magia antillana, ayudada por  los conjuros de los 
pianistas-arreglistas Hilario Durán y el argentino  Darío Eskenazi, la 
tristeza porteña se convirtió en risa y movimiento.
El sexteto se llama  Madriz Project.  
Madriz con zeta, como pronuncian los madrileños el nombre de la capital 
 del reino. Paquito los reclutó en España para salir a batallar por el  
mundo. Manuel Machado es el fabuloso trompetista. Pepe Rivero, ya lo  
dije, el del piano. Estupendo. Reinier Elizarde, El Negrón, largo y  
flaco como si fuera a jugar en la NBA, toca el contrabajo como el  
virtuoso que es. Georvis Pico golpea rítmicamente y con gracia la  
batería. Yuvisney Aguilar (de la inefable “generación Y”), disfruta  
tanto la percusión, aporreando los tambores, sacudiendo semillas o  
agitando extraños cascabeles brasileros, y lo hace tan bien, que no sé  
si le pagan por trabajar o le cobran por divertirse. Era una gozada ver y
  escuchar a los espectadores españoles, blanquirrosados, coreando en  
yoruba unas frases rítmicas dedicadas, creo, a los santos africanos.
Y  queda, claro, Paquito, el líder de la
 banda, maestro de ceremonia, puro  humor y talento, unas veces con el 
saxo y otras con el clarinete,  siempre con una palabra de elogio para 
sus colegas y, sin embargo,  amigos. Fue una noche mágica.
Al salir del concierto se suscitó el  
debate. ¿Hay derecho a interpretar a Chopin en clave bolero? Por  
supuesto que sí. Y lo hay a reescribir el Quijote (“Obra sería, en  
verdad/, si otro Cervantes pudiera/ reducirlo a la mitad”, escribió  
González Prada). Y lo hay a retomar el mito de Fausto o a contar, otra  
vez, la historia de una descomunal injusticia como la que padeció  
Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo, y la venganza que lo  
reivindica.
Nada hay nuevo bajo el sol 
(especialmente esta frase  del Eclesiastés repetida hasta el cansancio).
 Dos días antes del  concierto de Paquito me había tocado hablar de mi 
novela  La mujer del coronel,  en una islita del Adriático italiano del 
archipiélago Tremiti. Les dije  a los asistentes que en el libro contaba
 la historia de una dama  adúltera y de un heroico militar que resultaba
 engañado ante la cólera  de sus compañeros.
“No nos sorprende, señor”, me dijo la  
historiadora del lugar, llamada Cristina. “Esta isla la fundó Diómede,  
capitán de guerreros, cuando, desesperado, huyó de los brazos de la  
mujer que lo engañaba. Todos esos pájaros marinos que usted ve en la  
playa son los  Diomedes y descienden de los tristes compañeros del héroe
 griego”.
No sólo Chopin era cubano. Diómede también.
 
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