Cuba: ¿Nos hemos acostumbrado a la suciedad?
Por Yoani Sánchez
Un adolescente escribe -con su dedo 
índice- la palabra “límpiame”  sobre el polvo de la ventanilla del 
ómnibus. Una madre pregunta a su  hijo cómo está el baño de la escuela y
 este confirma que “la peste no lo  deja ni entrar”. Una estomatóloga se
 come una fritura delante de su  paciente y con las manos sin lavar 
procede a extraerle la muela. Un  transeúnte hace gotear el queso de su 
pizza -recién salida del horno-  sobre la acera, donde se acumula en un 
charco de grasa. Una camarera  limpia con un trapo pestilente las mesas 
de la heladería Coppelia  y  reparte vasos pegajosos por sucesivas capas de lácteo mal fregadas. Un  turista se bebe 
 embelesado un mojito en el que flotan varios cubos de  hielo hechos con
 agua del grifo. Una fosa albañal se desborda a pocos  metros de la 
cocina de un centro recreativo para niños y adolescentes.  Una cucaracha
 pasa rauda y veloz por la pared de la consulta mientras el  médico 
ausculta al paciente.
Todo eso y más podría enumerar, pero he 
 preferido hacer una síntesis de lo que he visto con mis propios ojos. 
La  higiene de esta ciudad muestra un deterioro alarmante y crea un  
escenario propicio para la propagación de enfermedades. El brote de  
cólera en el oriente del país es una triste advertencia de lo que podría
  ocurrir también en la capital. La ausencia de una instrucción 
 sanitaria desde los primeros años de vida ha hecho que lleguemos a  
aceptar la suciedad como el entorno natural en el que debemos movernos. Las
  carencias materiales aumentan también el riesgo epidemiológico. Muchas
  madres usan varias veces los pañales desechables de bebé, 
rellenándolos  con algodón o gasa. Las botellas de plástico recogidas de
 la basura  sirven de envase para fabricantes de yogur doméstico o para 
vendedores  de leche en mercado ilegal. El deficiente suministro
 de agua que  padecen numerosos barrios disminuye el lavado de manos e 
incluso la  cantidad de baños a la semana. Los elevados precios y el  
desabastecimiento de los productos de limpieza complican aún más la  
situación. Ahora mismo resulta muy difícil encontrar en alguna 
 tienda una frazada para limpiar el piso y el detergente también 
escasea.  Mantenerse limpio es caro y complicado.
La semana pasada, los medios 
informativos  anunciaron un nuevo código de sanidad para el manejo de 
alimentos,  medida –sin dudas– bienvenida. Pero los graves problemas 
higiénicos que  muestra La Habana no se resuelven a base de decretos y 
resoluciones.  Educar en el aseo, ensalzar desde edades tempranas la 
necesidad de la  limpieza sería un paso trascendental para lograr 
verdaderos resultados.  La escuela tiene que ser un modelo de pulcritud,
 no el sitio donde los  estudiantes tienen que taparse la nariz para ir 
al servicio. El maestro  tiene que transmitir normas de aseo, tanto como
 enseña oraciones y  fórmulas matemáticas. También se debe abaratar y 
mantener estable el  suministro de productos para el lavado del cuerpo, 
de la ropa y de los  hogares. Eso se vuelve imprescindible y perentorio 
en la situación que  estamos viviendo. Necesitamos medidas 
urgentes que no se queden  sobre el papel sino que toquen las 
conciencias, sacudan esta conformidad  con la mugre que nos rodea y 
logren devolvernos una ciudad limpia,  cuidada.
 
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