Citizen Joaquín
Joaquín Vargas, presidente de MVS,
comenzó la semana pasada un pleito de barandilla sin precedente en la historia
de las relaciones de los medios con el poder en contra del gobierno federal,
que en su primer balance lo dejó tirado en el campo de batalla, desangrándose
lentamente.
Decidió jugar en el terreno del
valor de su palabra frente a la de sus interlocutores, en un tour de force de
credibilidad donde apostó a su autoridad moral contra la de varios
colaboradores cercanos del presidente Felipe Calderón.
Pero por alguna extraña razón, incomprensible para alguien que decía haber pasado días preparando su respuesta al gobierno para documentar cómo lo chantajearon para que a cambio de despedir a la conductora de radio Carmen Aristegui le refrendaran la concesión de la banda de 2.5 GHz, escogió una estrategia que lo descalificó y lo desacreditó.
Vargas construyó una narrativa a partir de correos electrónicos y chats que tuvo con varios funcionarios, que desnuda a un empresario que muchos –incluido quien esto escribe- pensaban diferente a aquellos viejos barones de la prensa, valientes hacia afuera y sumisos ante el poder, que presumían músculo cuando en realidad eran dóciles, porque lo más importante para ellos no era la libertad de expresión sino su interés particular.
El heredero de un imperio familiar se colapsó con sus propias palabras. No es ya una batalla de credibilidad y moral, sino la manera en que, al estilo de la vieja escuela, asumió el tutelaje del gobierno que pidió abiertamente.
Casi 19 meses después de haber despedido a Aristegui por difundir un rumor al aire, Vargas dijo que había enfrentado presiones y chantajes del gobierno para despedirla, como condición de negociar el refrendo de la banda de 2.5 GHz.
Su afirmación que esas actitudes eran inaceptables porque atentaban contra la libertad de expresión, contrasta con la realidad que pintan los mensajes que él mismo difundió. En ellos se muestra a un empresario de prensa que no entiende que hay fronteras en la relación con el poder que nunca deben borrarse.
Por ejemplo el 5 de febrero de 2011, un día después de que Aristegui exigió al Presidente que dijera si era cierto o no que era alcohólico y Los Pinos exigió una disculpa pública de la conductora por emplazar a Calderón -la norma legal establece que quien tiene que probar el dicho, es quien acusa, no el acusado-, Vargas envió a la directora de Comunicación de la Presidencia, Alejandra Sota, el borrador de una carta de disculpa para que la revisara y opinara.
Para quien valora las conquistas de la libertad de prensa, esa es una práctica impensable. Las decisiones internas de los medios son soberanas, y abrir la puerta a un gobierno como lo hizo Vargas, lo autoriza y legitima a ser copartícipe en decisiones que no le competen.
En más de una ocasión sucedió. A espaldas de Aristegui, Vargas pidió consejo al ex secretario del Trabajo, Javier Lozano, sobre qué hacer, y habló con Sota y con el jefe de la Oficina de la Presidencia, Gerardo Ruiz Mateos, para “coordinar” su reacción ante la conductora.
Los mensajes reflejan la profundidad con la que compartió sus pensamientos con funcionarios del gobierno (“Aristegui está loca y no lo vamos a tolerar”, confió a Sota), e informó anticipadamente lo que haría con ella. Mostró sumisión, como cuando se negó a que MVS exonerara al Presidente de toda la polémica que desató hasta que le explicara sus razones, y que de no convencerlo, prometió, acataría la petición.
Vargas no cuidó su lenguaje para hablar sobre Aristegui con los funcionarios de gobierno. A Lozano le dijo frases peyorativas de ella, y con Sota la descalificó profesionalmente. Esas actitudes de un dueño de medio vulneran la solidez y credibilidad de un colaborador y reduce sus espacios de libertad, al mostrar que su lealtad no está con sus periodistas, sino con la autoridad.
El presidente de MVS se formó en una escuela diferente a la de los viejos barones de prensa, pero resultó ser igual a aquellos paladines de la libertad de expresión que en su equipaje esconden los favores, regalos y dineros de quienes ahora reniegan, que no dudaban en sacrificar periodistas para proteger sus intereses.
De estos hay importantes casos en la historia contemporánea de las relaciones prensa-gobierno. No es algo que asuste o sorprenda, lo que no significa que se acepte y deba tolerarse.
Pero el ciudadano Joaquín Vargas no estaba en ese marco de referencia de la genuflexión ante el poder y el pisoteo de colaboradores, donde la conculcación de la libertad de expresión no era una excepción, sino la regla.
Estaba en este 2012 en un lugar distinto al que, en estos días, decidió ocupar.
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