Soledad Loaeza
No es la primera vez que la amplia
movilización de votantes por el PRI causa enojo, irritación y, sobre todo,
incredulidad. Ya en 1994 la crema y nata de la intelectualidad cayó en esa
trampa que la llevó a expresar, como ahora, opiniones despectivas hacia el
electorado priísta, al que no bajaron de manipulado, borrego y miedoso, sin
darse cuenta de que al expresarse de esa manera decían más de sí mismos que de
los priístas.
Ante la mayoría de votos que recibió
el partido de Peña Nieto el pasado primero de julio, una de las reacciones de
Andrés Manuel López Obrador ha sido llamarlos corruptos, y Ricardo Monreal,
entre otros, pone en duda su existencia, cuando no los trata como si su cabeza
vacía hubiera sido llenada sin ningún freno por la televisión y las empresas
encuestadoras.
Para los lopezobradoristas, quienes
sufragaron por el PRI
no pueden ser votantes racionales, electores leales a la opción
que representa ese partido, o simplemente
no están en su sano juicio; en cambio consideran de manera más o
menos explícita que sólo los votantes de izquierda sabían lo que estaban
haciendo.
Por ejemplo, en la UNAM el Grupo
Democracia Revolucionaria (GDR), que forma parte de #YoSoy132, después de negar
tener relaciones con algún partido político, respondió a otro grupo estudiantil
que le reprocha su preferencia por los partidos de izquierda:
“Defendimos el acuerdo de ejercer el
voto informado y crítico… y que eso significaba votar por (Andrés Manuel López
Obrador…” (La Jornada, 15/8/12).
Nada más les falta proponer que le retiren la credencial del IFE a los votantes
priístas, o que se declare ilegal al PRI, como se hizo en Argentina con el
partido peronista en los años 50. Ambas medidas dejarían en claro el talante
autoritario de quienes no aceptan la diferencia política. De aplicar cualquiera
de ellas, o ambas, verían bien a bien lo que es el priísmo nacional.
Las premisas de las denuncias contra los más de 15 millones de votantes priístas son francamente débiles. Una de las principales sostiene que las predicciones de las encuestas fueron utilizadas para incidir sobre la preferencia de los votantes. Al anunciar una constante y ancha distancia entre el candidato del PRI y sus adversarios, crearon una atmósfera de cargada política, como si al grito de
Vámonos con el ganadorlos electores hubieran cruzado la boleta sin más criterio que el de la borregada.
Si aceptamos esta premisa también tendríamos que aceptar la de que los anuncios del inevitable triunfo del PRI provocaron una reacción negativa. El poderoso sentimiento antipriísta que ventilaron los estudiantes de la Iberoamericana el 11 de mayo puede ser interpretado como una reacción alimentada por participación de las encuestadoras en el proceso electoral.
Es decir, el efecto de las encuestas sobre los electores es ambivalente. Lo mismo ocurre con el impacto de la televisión. Los estudios que se han hecho al respecto en Estados Unidos no son concluyentes; más bien destacan los efectos contadictorios de los mensajes televisivos.
Por ejemplo, si de partida el televidente tiene una buena opinión de un determinado candidato, la televisión la refuerza; pero el efecto del mensaje es nulo si la dicha opinión es negativa. Para quienes creen que la televisión es un ente todopoderoso habría que recordarles que durante la campaña de 1988, Cuauhtémoc Cárdenas apareció quizá dos veces en la pantalla chica y, sin embargo, obtuvo más de 30 por ciento del voto en los resultados oficiales.
Los denunciantes del voto priísta se han concentrado en los regalos de campaña y en tarjetas de prepago para demostrar que esos sufragios no fueron la libre expresión de una voluntad política sino producto de la coerción y de la corrupción (la compra del voto).
No toman en cuenta que desde la derrota en la elección presidencial de 2000, el PRI inició una trayectoria de recuperación que es una curva ascendente continua –nada más en la elección federal de 2009 el partido obtuvo 12 millones de votos, mientras que el PAN acreditó 9 millones y el PRD apenas rebasó los 4 millones–, que contrasta con los altibajos del voto por los otros dos grandes partidos; además, la mayoría de los estados de la República está gobernada por priístas.
Estas cifras dicen algo más que lo que sostienen los lopezobradoristas a propósito de votantes que, en su opinión, son ciudadanos de a mentiritas que hacen como que piensan antes de votar, pero que en realidad se dejan llevar por el flautista de Hamelin.
En lugar de aferrarse a la idea de que el que no piensa como ellos está esencialmente equivocado, los lopezobradoristas deberían preguntarse por qué sigue habiendo en México tantos priístas. Es cierto, pocos son los que con orgullo se ostentan como tales, y aparentemente sólo en el secreto de la mampara de votación pueden actuar con verdadera libertad y escapar al juicio de los fiscales que los condenan a ser ciudadanos de a mentiritas.
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