por Adrián Ravier
Adrián Ravier es
Nadie sabe bien qué es el neoliberalismo, pero lo que parece estar claro en la opinión pública argentina, es que ha fracasado.
Muchos lo identifican con el “Consenso de Washington”, pero Nicolás Cachanosky ya ha señalado que resulta difícil identificar a Argentina con aquel plan. De hecho, la corrupción, el excesivo gasto público, los recurrentes déficits fiscales, el mercantilismo del Mercosur y la falta de un sistema republicano de gobierno, con respeto por las instituciones y la división de poderes, no parece ser consistente con el “liberalismo”. En lo que sigue, no intentaré volver sobre la disputa comentada, sino señalar que varios países latinoamericanos, a pesar de sufrir el impacto de la crisis del tequila de 1995, la crisis asiática de 1997, el default ruso de 1998, la devaluación de Brasil en 1999 y las depresiones estadounidense y argentina de 2001, aun así continuaron por el mismo camino “neoliberal” y los resultados fueron positivos.
Dos caminos alternativos
Tras la década perdida de 1980, los países de Latinoamérica emprendieron un camino de cierta apertura económica y privatización de sus empresas públicas deficitarias. El Estado había resultado incapaz de gestionar los servicios públicos como la luz, el agua, el gas o las telecomunicaciones, y en algunos países la monetización del déficit fiscal terminó con una acelerada inflación. Las reformas implementadas en la década de 1990 permitieron a las economías latinoamericanas modernizar sus economías. La inversión extranjera directa estaba representada en grandes flujos de dinero, pero también en know how, sobre cómo gestionar las inversiones en ciertos campos clave que permitieran a la economía tecnificarse. En prácticamente todos los países latinoamericanos se observó una extensión de los servicios públicos en toda la amplitud de sus territorios nacionales, cuando antes eran negados a una gran parte de la población, al mismo tiempo que se construyeron autopistas y rutas que hicieron más eficiente la comunicación entre los estados provinciales, extendiendo la frontera de posibilidades de la producción. En algunos países, como Argentina, Bolivia, Venezuela o Ecuador, —y por diferentes causas— el modelo hoy calificado como “neoliberal” no terminó bien, y la opinión pública decidió apoyar otros modelos que cambiaran el rumbo. Es así que en la última década estos cuatro países decidieron apoyar un modelo de desarrollo interno, privilegiaron las relaciones dentro del grupo, avanzaron —quizás con la excepción de Bolivia— en un modelo de sustitución de importaciones —y planificaron un entramado de subsidios y regulaciones que escaseaban en la década anterior. Otros países, sin embargo, continuaron con aquel modelo “neoliberal”. Chile, Brasil, Colombia, Perú y Uruguay evitaron cerrar sus economías y doblaron esfuerzos en intentar atraer capitales como base de su desarrollo productivo.
¿Resultados similares?
En la última década las estadísticas muestran que ambos modelos fueron exitosos en términos de aumentar la inversión, reducir la pobreza, crear empleo, alcanzar un crecimiento económico acelerado e incluso reducir la carga de la deuda en relación con el PIB. La similitud, sin embargo, es solo aparente. Y no me refiero únicamente a lo engañosas que pueden resultar las estadísticas en el primer grupo, sino a otras cuestiones de fondo. Mientras Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador expandieron la inversión pública, las otras economías estimularon la inversión privada. Mientras el primer grupo creó mayor empleo público, el segundo creó empleo privado. Mientras el primer grupo reduce la deuda pero acelera la inflación, el segundo grupo reduce la deuda, con estabilidad monetaria. Mientras el primer grupo muestra un crecimiento del gasto público sobre PIB, en el segundo grupo este ratio cae. Analizar lo genuino y sostenible de ambos modelos, nos obliga a estudiar en profundidad estas diferencias. Lo que se busca, en definitiva, es que la caída de la pobreza sea continua, y no accidental. Habrá que esperar al final de la historia, pero mi optimismo radica en que un posible mayor éxito relativo de las políticas del segundo grupo, incentiven a los primeros en imitar el modelo.
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