por Ted Galen Carpenter
Ted Galen Carpenter
es vicepresidente de Estudios de Defensa y Política Exterior del Cato
Institute y autor o editor de varios libros sobre asuntos
internacionales, incluyendo Bad Neighbor Policy: Washington's Futile War on Drugs in Latin America (Cato Institute, 2002).
Conforme la guerra civil en Siria se vuelve cada vez
más caótica y sangrienta, algunos expertos advierten que el conflicto
no es una simple narrativa moral que presenta a un régimen maligno
versus unos rebeldes nobles y amantes de la libertad. En cambio, es una
lucha compleja que involucra varias facciones étnicas y religiosas. El
contexto regional del conflicto sirio es al menos así de complejo,
reflejando tanto una competencia triangular por el dominio entre Arabia
Saudita, Irán y Turquía y la antigua rivalidad entre las facciones sunni y shiíta
del Islam. Desafortunadamente, EE.UU. y sus aliados europeos parecen
estar solamente superficialmente conscientes de esas dinámicas y de los
peligros que representan.Los historiadores han notado que la guerra civil de España en la década de los treinta, en que se enfrentaban las fuerzas fascistas de Franco en contra del gobierno republicano con tendencia de izquierda, fue en algunos aspectos una guerra indirecta entre la Alemania Nazi y la Unión Soviética. Hay un aspecto similar en el conflicto sirio. Las divisiones domésticas en ese país son muy reales y son el principal factor causando la lucha, pero las rivalidades regionales también juegan un papel importante. Arabia Saudita y sus aliados en el Golfo Pérsico, respaldados por EE.UU. y la OTAN, quieren remover al dictador Bashar al Assad no solamente porque es un líder brutal y corrupto. Su principal pecado es que él es el principal aliado de Irán en la región. Tanto el bloque saudí como los poderes occidentales quieren aislar todavía más al régimen iraní, en gran medida debido a las persistentes ambiciones nucleares de Teherán, pero también debido al respaldo iraní de movimientos que amenazan a las élites conservadoras que actualmente gobiernan el mundo árabe. La caída de Assad constituiría un golpe duro, tal vez mortal, para las ambiciones de Irán.
El conflicto sirio es solamente un escenario de la rivalidad geopolítica entre Arabia Saudí e Irán. Esa rivalidad también ha sido un factor importante en la creciente tensión en Bahréin, donde la monarquía sunni gobierna una población que es mayoritariamente shiíta. Teherán ha tratado de movilizar a los bahreiníes descontentos y Riyad ha dado un apoyo incondicional al gobierno actual, incluso enviando fuerzas de seguridad sauditas el año pasado para fortalecer a la monarquía y reprimir las manifestaciones en contra del régimen. Desde que Bahréin es el puerto anfitrión de la 5ta. Flota de EE.UU., Washington mostró mucha menos simpatía por las manifestaciones de la Primavera Árabe en ese país que por las manifestaciones en otros lugares de la región. De hecho, la administración de Obama silenciosamente respaldó la intervención saudí.
Mientras que Riyad parece haber ganado la batalla (por lo menos por ahora) en Bahréin, el resultado con respecto al premio mucho mayor —Irak— ha sido muy diferente. Allí, el gobierno shiíta del Primer Ministro Nouri al Maliki cada vez se ha volcado más hacia Irán en una serie de asuntos. Bagdad, por ejemplo, se ha resistido firmemente a pedidos por parte de los gobiernos sunnis en Oriente Medio así como también por parte de Washington de respaldar sanciones más fuertes en contra de Siria. Tal vez en respuesta a esa obstinación pro-iraní, la violencia dentro de Irak se ha vuelto a encender durante junio y julio, y muchos de los ataques están siendo dirigidos a objetivos shiítas. Ha sido un secreto a voces durante muchos años que elementos sauditas han financiado y armado las facciones sunnis en Irak y el gobierno de Maliki sospecha que ese respaldo ha contribuido de manera importante a la violencia que continúa plagando al país.
No es coincidencia que Arabia Saudita ha sido especialmente firme al momento de pedir la salida de Assad y de pedir un gobierno de transición bajo el cual las Fuerzas Armadas Libres de Siria (FSA, por sus siglas en inglés) jugarían un papel importante. Se está acumulando evidencia que apunta a que las FSA están dominadas por sunnis, mientras que el régimen pro-iraní de Assad es una coalición de minorías, especialmente cristianos y alauíes —una rama shiíta. Por lo tanto, la lucha dentro de Siria es un microcosmo de la batalla regional entre una Arabia Saudita sunni y un Irán shiíta.
Hay otro jugador clave en el conflicto sirio y ese es Turquía. Tan solo hace unos años, el gobierno del Primer Ministro Tayyip Erdogan preocupó a los aliados del país en la OTAN al buscar un acercamiento con Irán —y con el aliado de Irán, Siria. Pero esa estrategia se ha estado desvaneciendo desde hace algún tiempo, conforme la actitud inflexible de Teherán en cuanto al asunto nuclear frustró a Ankara. Cuando el conflicto sirio explotó en 2011, el gobierno de Erdogan pronto encontró causa común con Arabia Saudita en tratar de cambiar el régimen en Damasco. El aspecto religioso fue un factor clave. Conforme la violencia en Siria aumentó, se volvió insostenible para el gobierno del partido conservador sunni de Erdogan tolerar el espectáculo de las fuerzas armadas sirias —en gran medida conformada por sirios alauíes y cristianos— masacrando a rebeldes y civiles que en gran medida eran sunnis. Ankara ha provisto santuarios dentro de Turquía a las Fuerzas Armadas Libres de Siria y da fondos y otros tipos de ayuda a los rebeldes. Luego de que se atacara un avión militar turco (aparentemente dentro del espacio aéreo sirio) a fines de junio, los dos países llegaron a estar al borde de la guerra.
Halil Karaveli, un académico titular del Central-Asia-Caucasus Institute and Silk Road Studies Program Joint Center, describe cómo el conflicto sirio es simplemente parte de un mosaico geopolítico regional más grande. Escribiendo en el sitio Web de la revista The National Interest, Karaveli indica que Turquía ahora “ha adoptado una causa exclusivamente sunni en Siria”. Eso es importante porque “las consideraciones sectarias han adquirido importancia en la política exterior turca como nunca antes. Ankara no está solamente involucrada en una confrontación con el régimen alauí sirio sino también en conflicto con el régimen shiíta en Irak. Además, la histórica rivalidad geopolítica entre Turquía e Irán, el campeón de Siria, se ha reanudado luego de un breve paréntesis”.
No obstante, la estrategia de Ankara implica riesgos considerables. Los líderes turcos entienden que una victoria definitiva para las FSA conduciría a una mayor influencia saudita en el vecindario inmediato de Turquía, causando algo más que una ligera incomodidad en Ankara. El Ministro de Relaciones Exteriores de Turquía, Ahmet Davutoglu le dijo al parlamento que un “nuevo Oriente Medio está por nacer” y que Turquía “será el dueño, pionero y sirviente” de ese nuevo Oriente Medio. Ese no fue un mensaje terriblemente sutil tanto para Irán como para Arabia Saudita, retando las ambiciones que ambos tienen de dominar la región. Pero la habilidad de Turquía de controlar los sucesos en Siria podría ser mucho más limitada de lo que el gobierno de Erdogan cree.
Un riesgo todavía más grande es que la pugna por el poder en Siria podría esparcirse mucho más allá de las fronteras de ese país, llegando al Líbano, Irak y Turquía. Desde ahora hay indicios de que Damasco ha tomado represalias por el respaldo que Ankara ha dado a las FSA, reviviendo el respaldo sirio a los rebeldes kurdos en Turquía. Los rebeldes kurdos allí seguramente se han vuelto más activos durante los últimos meses.
Todo esto confirma que el conflicto sirio no es simplemente una guerra civil; es un escenario dentro de una lucha regional muy peligrosa. EE.UU. y sus aliados en la OTAN están siendo irresponsablemente ingenuos asumiendo que la caída de Assad del poder podría reducir la violencia en Siria, mucho menos conducir a un Oriente Medio más estable. Es muy probable que tenga el efecto opuesto.
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