Hollywood
y el antiamericanismo
Michael Medved
Durante la trágica rebelión de la
Plaza de Tienanmen hace más de una década, los jóvenes reformistas no
sólo tomaron la Estatua de la Libertad como el símbolo de su movimiento
sino que también expresaron su predilección por la música americana.
Esto nos remite a la gran discusión en torno a la influencia
mundial de Hollywood. ¿Promueven las exportaciones culturales de Estados
Unidos el triunfo de los valores de este país o, muy por el contrario,
inspiran odio y resentimiento contra Estados Unidos? Los apologistas de
la industria del entretenimiento rechazan todos los intentos de
responsabilizar a Hollywood por el antiamericanismo, insistiendo en que
la cultura pop americana refleja correctamente los aspectos positivos y
negativos de Estados Unidos. Durante un foro sobre la violencia
patrocinado por un grupo de activistas “liberales,” Paul Verhoeven (el
director de Robocop y Basic Instinct) afirmó: "El arte es el
reflejo del mundo. Si el mundo es horrible, el reflejo en el espejo es
horrible." En otras palabras, si la gente en los países en desarrollo
se siente disgustada por las imágenes que les presenta Hollywood, tan
agresivamente mercadeadas, los responsables de ese disgusto no son los productores
de esas imágenes sino los excesos de la vida americana misma.
Este argumento, sin embargo, va en contra de todos
los análisis estadísticos que se han hecho en los últimos 20 años sobre
la distorsionada imagen de la sociedad americana que presenta la
industria del entretenimiento. Todas las evaluaciones serias de las
versiones cinematográficas y televisivas de la vida americana sugieren
que la cultura pop presenta un mundo mucho más violento, peligroso,
sexualmente promiscuo (y, por supuesto, dramático) que la cotidiana
realidad de la vida americana. George Gerbner, un destacado analista de
la violencia en los medios de comunicación de la Escuela Annenberg de
Comunicaciones de la Universidad de Pensilvana llegó a la conclusión,
tras 30 años de investigaciones, que los personajes de las cadenas de
televisión son víctimas de la violencia con una frecuencia que es, por
lo menos, 50 veces mayor que los ciudadanos del país real.
La exportación sólo intensifica el desproporcionado
énfasis en el comportamiento violento. Durante muchos años, las
llamados películas de acción se han vendido mejor que otros géneros
porque las explosiones y los choques de automóviles no necesitan
traducción. Esto lleva a la generalizada suposición de que Estados
Unidos, pese a la dramática disminución del crimen durante la última
década, sigue siendo una sociedad peligrosa e insegura. En un reciente
viaje a Inglaterra, me encontré a londinenses cultos y sofisticados que
temían viajar a Estados Unidos debido a temores, enormemente exagerados,
de los crímenes callejeros en EEUU, ignorando recientes estadísticas
que muestran inequívocamente que los asaltos son mucho más comunes en
Londres que en Nueva York. En una nota similar, una reciente viajera a
Indonesia se encontró con un niño de 10 años que, al saber que la visitante
era americana, insistió en que le enseñara su pistola. Cuando ella insistió
en que no tenía ninguna, el niño no la creyó, él sabía que todos los americanos
llevaban armas porque siempre los había visto armados en la TV y las
películas.
El tratamiento de la sexualidad también ha sido
extraordinariamente deformado. Los análisis de Robert y Linda Lichter
en el Center for Media and Public Affairs en Washington D.C, revelan
que en la televisión, las relaciones sexuales extramatrimoniales son
entre 9 y 14 veces más frecuentes que las dramatizaciones del sexo
matrimonial. Este extraño énfasis en las relaciones extramaritales
conduce a la conclusión de que la única forma de expresión sexual mal
vista por Hollywood es la que se desarrolla entre marido y mujer. En
realidad, por supuesto, todas las encuestas del comportamiento íntimo (incluyendo
el famoso y vasto estudio nacional hecho en 1994 por la Universidad de
Chicago) sugiere que entre más de dos terceras partes de los americanos
adultos casados, las relaciones sexuales no sólo son más satisfactorias
sino significativamente más frecuentes que entre los solteros. Uno de
las más famosas representantes del estilo de las solteras modernas, Kim
Cattral, de Sex and the City, recientemente publicó un libro lleno de
reveladoras confesiones. En 'Satisfaction: The Art of the Female
Orgasm', Cattral describe una vida dramáticamente diferente de las
voraces y promiscuas escapadas del personaje que ella representa en la
TV. En su intimidad, se sintió frustrada e insatisfecha -- como casi la
mitad de las mujeres americanas, según ella dice -- hasta que la
amorosa atención de su esposo, Mark Levinson, finalmente le permitió
experimentar verdadero goce y gratificación.
Aun in las revelaciones de Attral, cualquiera que
conozca la verdadera vida de los solteros pudiera confirmar que Friends
y Aly McBeal difícilmente representan la verdadera vida de los solteros
americanos. En la TV y las películas, el principal problema que
confrontan los solteros es tratar de decidir entre una espectacular
diversidad de deslumbrantes alternativas. La consiguiente exploración
podrá demostrar no ser completamente satisfactoria pero siempre es
interesante. Para la mayoría de los espectadores de sociedades más
tradicionales, sin embargo, esas aventuras parecen extraordinariamente
decadentes y corruptas.
Considere también el énfasis en la homosexualidad
en la televisión y el cine contemporáneos. En menos de un año, entre
2001 y 2002, tres grandes cadenas (NBC, HBO, MTV) ofrecieron diferentes
dramatizaciones del asesinato de Matthey Sheperd, un homosexual de
Wyoming asaltado por dos delincuentes. Ningún crimen en reciente memoria
-- ni siquiera el de Nicole Brown Simpson -- ha recibido semejante
atención de las grandes empresas del entretenimiento. El mensaje que se
manda al mundo no sólo llama la atención sobre las alternativas
homosexuales en la vida americana sino que se concentra en nuestro
submundo criminal.
La Gay and Lesbian Alliance Against Defamation (GLAAD)
publica un expediente anual en el que celebra el número de personajes
abiertamente homosexuales que aparecen regularmente en las series de la
televisión nacional, y recientemente contó más de 30. Esta fascinación
con la homosexualidad (como testimonia la atención al "destape''de
Rosie O'Donnell) obviamente exagera la incidencia del homosexualismo.
Todos los estudios científicos sugieren que menos de 3 por ciento de
los adultos se ven claramente como homosexuales.
Para ganar perspectiva, es útil contrastar la
atención que la cultura pop dedica a la homosexualidad con la
indiferencia que muestra con los sentimientos religiosos. Un puñado de
exitosos programas de televisión como Touched By An Angel y Seventh
Heaven puede invocar elementos de fe convencional aunque, frecuentemente,
de forma simplista e infantil, pero los creyentes maduros y apasionados
siguen siendo raros en el cine y la televisión. Una encuesta Gallup y
muchas otras sugieren que 40 por ciento de los americanos asiste semanalmente
a los servicios religiosos, más de cuatro veces el número que va al
cine en una semana cualquiera. La asistencia a la iglesia o a la
sinagoga, sin embargo, casi nunca aparece en la representación que
Hollywood o la televisión hacen de la sociedad americana contemporánea.
Los medios hacen muchas más referencias a la homosexualidad que a la
religiosidad. Eso es una representación obviamente deformada del pueblo
americano, y la distorsión juega a favor de algunos de nuestros peores
enemigos. En octubre del 2001, un representante de Osama bin Laden
sintetizó la lucha entre los fanáticos musulmanes y Estados Unidos como
parte de la eterna batalla "entre la fe y el ateísmo." Puesto que
Estados Unidos representa, con mucho, la sociedad occidental más
preocupada por la religión y que más asiste a la iglesia, esta referencia
a nuestro supuesto ateísmo gana credibilidad en el exterior sólo porque
Hollywood ha negado o disminuido la naturaleza religiosa de nuestra cultura.
El énfasis de los medios en la deformación de
nuestra vida nacional trasciende los ejemplos de entretenimiento vulgar
e incluye los ejemplos más exageradamente elogiados de la cultura
popular. En los últimos años, unos 1,500 millones de personas de todo
el mundo ven al menos una parte de los anuales premios Oscar de
Hollywood. En abril de 2000 vieron como la Academia de Artes
Cinematográficas concedía casi todos sus más prestigiosos premios (mejor
película, mejor actor, mejor director, mejor guión) a un pastiche pueril
llamado American Beauty. Este ácido ataque contra la vida de las familias
suburbanas muestra a una frustrado padre (Kevin Spacey) que conquista
la redención porque renuncia a su trabajo, persigue lujurioso a una adolescente,
insulta a su esposa y hace ejercicios y fuma marihuana obsesivamente.
La única relación visiblemente sana y amorosa de esta pesadilla
surrealista florece entre dos vecinos homosexuales. El mismo título,
American Beauty, irónicamente invoca el nombre de una flor muy popular
y quiere sugerir que hay algo podrido en el sueño americano. Si el mundo
del entretenimiento escoge llenar de honores a este producto cinematográfico,
entonces es comprensible que los espectadores de Nueva Delhi o de Lima
supongan que se trata de una dura pero exacta descripción del vacío y la
corrupción de la sociedad americana. Este ejemplo de exagerados elogios
sugiere que los problemas de la visión hollywoodense de Estados Unidos
van más allá de la simple búsqueda de ganancias. Aunque Sam Mendes, el
director de American Beauty, y el guionista Alan Ball pudieran aspirar
a la aclamación de los críticos, los productores del filme siempre
supieron que esta historia de patologías suburbanas no iba a ser un
gran fenómeno de taquilla (aunque los Oscar le garantizaron el éxito comercial).
La excusa más común para esta enfermiza concentración en la violencia y
los comportamientos aberrantes es que "el mercado lo demanda'' y que
los gustos del públicos no le dejan opciones a los ejecutivos del entretenimiento.
Esto, sin embargo, es completamente falso.
La industria cinematográfica americana estrena
todos los años más de 300 películas, con un promedio de 65 por ciento
clasificadas como "R'' -- sólo para adultos -- por la Asociación de
Películas de Estados Unidos. Todo el mundo repite que los grandes
estudios prefieren estas películas "R'' precisamente porque son las más
taquilleras. Muchos estudios recientes demuestran que, muy por el
contrario, el público prefiere las películas familiares. Un reciente y
amplio análisis confirma las conclusiones de mi libro de 1992
Hollywood vs. America. Dos economistas, Arthur DeVany de la Universidad
de California e Irvine y W. Davis Walls de la Universidad de Hong Kong,
sintetizaron sus investigaciones: "Este estudio muestra que Medved tiene
razón: hay demasiadas películas R en la cartera de Hollywood... Mostramos,
como alega Medved, que las películas R gustan menos que la G, las PG y
las PG-13. Las R son superadas en ingresos, costos, ingresos por costo
de producción y ganancias."
El otro argumento en defensa del énfasis en los
aspectos más problemáticos de la vida americana implica el carácter
inherentemente dramático de las patologías sociales. Según el famoso
aforismo de Tolstoi: "Todas las familias felices se parecen; todas las
familias infelices son infelices de su propia manera." Esta lógica
sugiere una inevitable tendencia a subrayar las mismas situaciones
desagradables pero fascinantes tan memorablemente creadas por Sófocles
o Shakespeare. Obviamente, el divorcio y el adulterio son más entretenidos
que la felicidad conyugal; la criminalidad es más interesante que el
civismo. En un mercado internacional intensamente competitivo, las tenebrosas
obsesiones de magnates de la cultura pop parecen tener un cierto sentido.
Este enfoque, sin embargo, ignora la herencia del
mismo Hollywood y sobre que base logró conquistar al mundo. En los años
20 y 30, la industria cinematográfica americana afrontaba una dura
competencia de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e inclusive Rusia.
Obvias acontecimientos políticos (incluyendo la brutal intrusión de las
tiranías fascistas y comunistas) ayudaron al triunfo de las
corporaciones americanas sobre sus rivales europeos, y empujaron a
muchos individuos talentosos a buscar refugio en Estados Unidos. Pero,
más que todos estos factores, Hollywood se las arregló para dominar los
mercados internacionales debido a un enamoramiento del mundo con
Estados Unidos, que supo alentar y explotar. No cabe duda, de que
figuras nacionales como Jimmy Stewart, Mae West, Henry Fonda, Shirley
Temple, Clark Gable, James Cagney y John Wayne, además de carismáticas
importaciones como Charlie Chaplin, Cary Grant y Greta Garbo,
proyectaban cualidades en la pantalla que parecían irresistiblemente
americanas. Como dijera el crítico cinematográfico Richard Grenier en un
simposio en 1992: Independientemente de la prominencia del país, parece
haber habido un irresistible magnetismo en todo un conjunto de actitudes
americanas – optimismo, fe en el progreso, informalidad – frecuentemente
más obvias para los extranjeros que para los americanos mismos, que el
mundo consideraba enormemente atractivas. Durante muchas décadas estas
actitudes penetraron tan profundamente en la opinión mundial como
“americanas” que en los últimos tiempos, cuando muchas películas de
Hollywood ha adoptado un tono definidamente negativo, Estados Unidos ha
mantenido su poder dramático. Hollywood, por decirlo así, ha estado
viviendo de su capital espiritual. En otras palabras, durante su época
de oro, la industria del entretenimiento encontró la forma de dramatizar
la decencia y hacer fascinante el heroísmo. En contraste con la
actualidad, donde casi todo el mundo contempla la cultura pop americana
con la fascinación culpable con la que observamos un sangriento
accidente, hubo una época en la que nuestras exportaciones culturales
eran vistas como fuente de inspiración. Como dijera David Puttnam, el
productor británico, en una elocuente entrevista con Bill Moyers, él
atesoraba los días de su infancia cuando La imagen que se proyectaba
hacia el mundo era la de una sociedad de la que yo quería ser miembro.
Haga un corte a 20 años después – a la imagen que Estados Unidos comenzó
a proyectar en los años 70, de una sociedad extremadamente violenta que
se odiaba a si misma – y obviamente no es la sociedad con la que ninguna
persona pensante del Tercer Mundo o de Europa quisiera tener nada que
ver. Desde hace muchos años, Estados Unidos ha estado exportando una
imagen extremadamente negativa de si mismo. El cambio se produjo en
parte debido a un cambio en las personas que dirigían los grandes
estudios y cadenas de televisión. El historiador cinematográfico Neal
Gabler ha observado en su libro Empire of Their Own, que la generación
que fundó Hollywood estaba integrada casi exclusivamente de judíos
inmigrantes de la Europa del Este que anhelaban con tanta pasión ser
aceptados en Estados Unidos que usaban el celuloide para proyectar su
amor por suplís adoptivo. Sus sucesores, por otra parte, provenían de
antecedentes más “respetables”- en algunos casos como los privilegiados
hijos y nietos de los mismos fundadores. En los años 60 y 70, trataron
de establecer su independencia y su integridad artística blandiendo sus
credenciales contraculturales. Para ilustrar la magnitud y velocidad del
cambio, la Mejor Película de 1965 fue la bella y romántica The Sound of
Music. Apenas cuatro años más tarde, el mismo anhelado Oscar fue para
Midnight Cowboy, la sórdida historia de un hombre que pretende ganarse
la vida vendiendo favores sexuales en Nueva York, la única película
clasificada como X que haya ganado nunca el título de Mejor Película.
Desde sus orígenes hasta el día de hoy, los dirigentes de la industria
del entretenimiento han sentido una gran necesidad de ser tomados en
serio. Los creadores de la industria eran extranjeros que se ganaron ese
respeto mostrando su amor por Estados Unidos. Los magnates de
generaciones posteriores han sido norteamericanos que han querido
ganarse el respeto exhibiendo su alienación. Este negativismo
naturalmente encontró una ávida audiencia internacional durante la era
de la guerra de Vietnam y en los últimos años de la Guerra Fría con el
rechazo de la “cultura de cowboy”de Ronald Reagan. Aun después del
colapso del imperio soviético, el antiamericanismo siguió estando de
moda entre las elites de gran parte del mundo, atrayendo por igual a los
críticos de la Derecha y la Izquierda. En Afganistán, en los años 80,
por ejemplo, los comunistas rusos y los infatigables mujadines estaban
de acuerdo en muy pocas cosas, pero ambos sentían un profundo desprecio
por las auto-destructivas costumbres de la cultura americana tal como
eran promovidas en todas partes por la maquinaria hollywoodense del
entretenimiento. Aun cuando la globalización de la posguerra aumentó el
poderío económico y político de Estados Unidos, esto ayudó a la
industria del entretenimiento a mantener sus actitudes antiamericanas.
Con la eliminación de la Cortina de Hierro, nuevos grandes mercados se
abrieron para Hollywood. Las nuevas economías en desarrollo de Asia y
América Latina le proporcionaban cientos de millones de nuevos clientes.
Entre 1985 y 1990, los ingresos (ajustados para la inflación) de los
mercados ultramarinos del cine americano subieron en 124 por ciento en
un momento en que el Producto Nacional Bruto permanecía relativamente
estancado. Como resultado, la parte de todos los ingresos derivados de
la distribución en el exterior subió de 30 por ciento en 1980 a más de
50 por ciento en el 2000. James G.Robinson, presidente de Morgan Creek
Productions, tuvo razón al pronosticar en Los Angeles Times en marzo de
1992: “Todo el crecimiento real de los próximos años estará en ultramar.”
El cumplimiento de su pronóstico ha servido para aislar, aún más, a toda
la producción nacional de cualquier sentido de patriotismo, alentándola
a seguir posando como americanos que han trascendido noblemente su
propio americanismo. Como observaba en Hollywood vs. America en 1992:
“Aunque los productos populistas de la época de oro de Hollywood
ciertamente alentaron un afecto mundial por Estados Unidos, la actual
producción degradantes y nihilista pudiera provocar el efecto contrario,
ayudando a aislar a este país visto como símbolo de una morbosa
decadencia.” ¿Por qué lo miran?
¿Por qué tanta gente en el mundo sigue
aparentemente obsedida con la cultura americana del entretenimiento
pese a sus elementos caóticos y no representativos?
La explicación más plausible pudiera denominarse
"el atractivo del National Enquirer''. Mientras estamos esperando en la
línea del supermercado, nos volvemos hacia los tabloides escandalosos.
Los tabloides llaman nuestra atención porque nos permiten sentirnos
superiores a los ricos y los famosos. Pese a toda su riqueza y poder,
no pueden ser fieles a sus cónyuges, evitar la drogadicción o encubrir
sus sucios secretos.
De la misma manera, las desagradables imágenes que
Hollywood presenta de Estados Unidos le permiten al resto del mundo
atemperar su inevitable envidia con un sentido de su propia
superioridad. Estados Unidos puede ser rico en términos materiales (y
las películas y la televisión sistemáticamente exageran esa riqueza),
pero la violencia, la crueldad, la injusticia, la corrupción, la
arrogancia y la degeneración con que se describe la vida americana le
permite a los espectadores sentirse afortunados en comparación. Lo
mismo que cuando el Enquirer enfoca revela los pecadillos de las celebridades,
se supone que uno se sienta fascinado por la forma en que los ricos y
famosos desperdician el poder y las oportunidades que les ha dado la vida.
En este sentido, la cultura pop americana no es
tanto liberadora como anarquista y nihilista. Nuestra cultura no rinde
homenaje a nuestras libertades como valores culturales sino que, muy
por el contrario, las socava al criticar todo tipo de restricción,
tanto tiránica como tradicional. Como escribiera Dwight Mcdonald en su
famoso ensayo "Una teoría de la cultura de masas'' (1953): "Al igual
que el capitalismo del siglo XIX, la cultura de masas es una fuerza
dinámica, revolucionaria, que rompe con todas las barreras de clase,
tradición y gusto." Ampliando el trabajo de Mcdonald, Edward Rothstein
del New York Times escribió en marzo del 2002: "Hay algo inherentemente
disruptivo en la cultura popular. Afirma gustos igualitarios y estimula
la disidencia''. No debía sorprendernos que aun los que abracen los símbolos
y temas de la cultura americana sientan muy poca gratitud hacia una fuerza
que los separa de todos los valores sin ofrecer nada con que sustituirlos.
Patriotismo y ganancia En una nota similar, un
empresario americano que viajaba recientemente por Beirut se puso a
conversar con el dueño de un quiosco que se presentaba como un
entusiasta simpatizante del grupo terrorista pro-iraní Hezbolá. Irónicamente,
su pequeño negocio exhibía un viejo cartel que mostraba a un Sylvester
Stallone ametralladora en mano en su papel de Rambo. Mi amigo le preguntó
sobre el lugar de honor para el héroe americano. "A todos nos gusta
Rambo'', dijo el simpatizante de Hezbolá. "Es el luchador de los luchadores."
Pero ¿no lo hacía eso más favorable hacia Estados Unidos? preguntó el
visitante. "Nada de eso'', fue la respuesta. "Usaremos los métodos de
Rambo para destruir a la malvada América''.
Esta relación amor-odio con la torcida imagen de
Estados Unidos que presenta Hollywood también caracterizó a los 19
conspiradores que trataron de destruir "la malvada América'' con las
atrocidades del 11 de septiembre. Durante los años y meses que pasaron
en Estados Unidos, Mohamed Atta y sus camaradas saborearon la cultura
popular, alquilando vídeo y visitando barras, clubes nocturnos e
inclusive Las Vegas, sumergiéndose en la degradación occidental para
fortalecer el odio que sentían por la misma. En respuesta a los ataques
terroristas y la guerra que vino posteriormente, los dirigentes de
Hollywood expresaron una incipiente toma de conciencia de que pudieran
haber contribuido a parte del odio contra Estados Unidos que se
manifestaba en todo el mundo. Más allá de una breve manifestación de patriotismo
y de las generosas contribuciones para las víctimas de 9/11 por parte
de celebridades como Julia Roberts y Jim Carrey, los miembros de la
elite del entretenimiento mostraron una nueva disposición a cooperar
con la defensa nacional. Trabajando a través del Institute for Creative
Technologies en USA (originalmente creado para reclutar al talento de
Hollywood para el entrenamiento militar), los creadores de películas
como Die Hard, Fight Club y hasta Being John Malkovich discutieron con
jefes del Pentágono. Su objetivo, según varias fuentes de prensa, era
hacer un esfuerzo por adivinar el próximo complot que pudiera lanzarse
contra Estados Unidos, y luego inventar como contrarrestarlo.
En cierto sentido, un programa tan poco
convencional reconocía el hecho de que el pensamiento anti-social,
violento, demencial y conspiratorio era característico de un gran
segmento del mundo del entretenimiento. ¿Cómo si no pudiera interpretar
un observador que los militares se volvieran hacia guionistas
multimillonarios para comprender la forma de pensar de unos demenciales
asesinos de masas?
Más allá de esta extraña colaboración, grandes
ejecutivos se reunieron con Karl Rove, representante personal de
presidente Bush, en un esfuerzo por movilizar a la creatividad de
Hollywood para servir al país en su guerra contra el terrorismo. La "cumbre''
discutió anuncios para desalentar los prejuicios contra los musulmanes
en Estados Unidos y otras producciones que pudieran presentar una
imagen de EEUU más benigna en el mundo islámico. Un puñado de
importantes directores, incluyendo a Friedkin (The French Connection,
The Exorcist y Rules of Engagement) expresaron su disposición a dejar
sus actuales proyectos para colaborar con el esfuerzo de guerra americano.
En esta determinación, estos patriotas culturales esperaban seguir el
ejemplo de Frank Capra, que sirvió a su país durante la Segunda Guerra
Mundial con la creación de su épica serie Why We Fight.
Infortunadamente, la Casa Blanca y el Pentágono no
supieron aprovechar el espíritu del momento. El trauma del ataque
terrorista fue desapareciendo, la nación dejó de concentrarse en sus
objetivos patrióticos y la cultura popular no ha reflejado ningún
cambio significativo. Quizás una actitud más positiva hacia los
militares pudiera ser el principal legado del 9/11. Unos cuantas películas
(Behind Enemy Lines, Black Hawk Down, We Were Soldiers) todas producidas,
incidentalmente, después del 9/11. Cambios más significativos, que
impliquen un nuevo sentido de responsabilidad por las imágenes que
Hollywood y la cultura pop transmiten al mundo, ni siquiera han
ameritado ninguna discusión seria en Hollywood. Para los conglomerados
del entretenimiento, ésta pudiera ser no sólo una oportunidad perdida
para el servicio público sino también para obtener ganancias.
En su discurso de febrero en Pekín, el presidente
Bush fascinó a los estudiantes chinos con un cuadro de Estados Unidos
que se alejaba dramáticamente de las imágenes que han recibido a través
de las películas y la TV americana. "Estados Unidos es un país guiado
por la fe'', afirmó Bush. ‘‘Alguien nos llamó en cierta ocasión, ‘una
nación con el espíritu de una iglesia'. Esto puede interesarles, 95 por
ciento de los americanos creen en Dios, y yo soy uno de ellos." Bush
prosiguió apelando al sentido de familia que ha caracterizado a la
cultura china desde hace más de 3,000 años. ‘‘Muchos de los valores que
guían nuestra vida en América se han formado originalmente en nuestras
familias, al igual que aquí en China. Las madres y los padres de
Estados Unidos quieren mucho a sus hijos y trabajan duro y se sacrifican
por ellos porque creemos que la vida de la próxima generación siempre
puede ser mejor. En nuestras familias encontramos cariño y aprendemos
responsabilidad y carácter''.
Si los dirigentes de Hollywood se colocaran dentro
del contexto de la gran familia americana, ellos también pudieran
aprender responsabilidad y carácter y descubrir que una imagen más
equilibrada y afectuosa de la nación que tanto les ha dado pudiera
servir para aumentar su popularidad en el mundo entero y no para
socavarla.
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