La “barbarie” taurina
El País, Madrid
La Plaza de Toros de Marbella no tiene
el sabor que da la antigüedad a plazas como la de Ronda o la de Acho de
Lima, ni el prestigio de las de algunas grandes ciudades como Sevilla,
Madrid o México y, puesto que en sus tendidos se ven a veces más
turistas que nativos, los exquisitos de la tauromaquia se permiten
mirarla por sobre el hombro. Pero en esta placita provinciana ocurren a
veces cosas notables, como la del domingo 5 de agosto, en la corrida
en que El Cordobés, Paquirri y El Fandi lidiaron seis toros de Salvador
Domecq.
Todo coincidió para producir esa
maravilla: la magnífica tarde de sol alto y cielo azul, los seis
astados bravos, alegres, nobles y de buen peso, el entusiasmo del
público que ocupaba media entrada y el pundonor de los toreros, su
virtuosismo y su voluntad de gozar y hacer gozar. Lo consiguieron. Fue
una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer
toro de El Cordobés, sin una falla, algo rarísimo en todos los cosos
del mundo. El presidente se excedió y concedió 10 orejas pero la
afición estaba tan contenta que nadie se lo reprochó.
Manuel Díaz El Cordobés estuvo simpático y comunicativo
con los tendidos cada vez que dio la vuelta al ruedo, lo que es normal
en él, pero felizmente a la hora de torear moderó su exhibicionismo,
sus piruetas y nos exoneró de sus famosos saltos de rana. Demostró que,
además de vistoso y trejo, puede ser serio, entablar con el toro esa
complicidad tensa de la que resulta una faena redonda. No estoy contra
los desplantes y una cierta dosis de histrionismo en la arena, pues
también eso, como las bandas verbeneras y los pasodobles, forma parte de
la fiesta, y he visto grandes diestros que se permitían a veces, en
medio de electrizantes faenas, alguna payasada. Pero prefiero el toreo
profundo, el que nos hace presentir eso que Victor Hugo llamaba “la boca
de la sombra”, el pozo negro que nos espera a todos y a cuyas orillas
algunos creadores de excepción —poetas, músicos, cantantes, danzarines,
toreros, pintores, escultores, novelistas— se acercan a veces para
producir una belleza impregnada de misterio, que nos desvela una verdad
recóndita sobre lo que somos, sobre lo hermosa y precaria que es la
existencia, sobre lo que hay de exaltante y trágico en la condición
humana. Ese es el estilo taurino que más me conmueve y por eso admiré
tanto a Antonio Ordóñez y admiro ahora a un Enrique Ponce o un José
Tomás.
Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri,
al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran
Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de
enfrentarse al peligro, de encerrarse con el toro en un diálogo secreto
del que resultan figuras en las que se mezclan la gracia, la destreza,
la inteligencia y por supuesto el coraje. Hasta cuando banderillea lo
hace evitando la exageración, exponiéndose en la justa medida, para que
nada desentone.
Pero la suerte de banderillas es aquella
en la que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve
coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que
David Fandila, El Fandi. Fue siempre un banderillero soberbio y
esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo. Hacía
tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había
madurado mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y
matices, aunque siempre con el mismo tesón.
Fue una tarde muy bonita y al salir de
la plaza me pregunté si un espectáculo como el que acabábamos de ver
cambiaría la opinión que Rafael Sánchez Ferlosio tiene de los toros.
Probablemente, no. Ese mismo día había leído, en EL PAÍS, un artículo
suyo, Patrimonio de la Humanidad, una de las diatribas
más destempladas y feroces que he leído contra los toros, que él
quisiera que desaparecieran de una vez “no por compasión de los
animales, sino por vergüenza de los hombres”.
Según él, los toros son la manifestación
más flagrante de la barbarie humana. Su artículo evoca a las hordas
sádicas que hicieron “una protesta ensordecedora” cuando don Miguel
Primo de Rivera, en 1928, ordenó que se protegiese con gualdrapas
forradas a los caballos de la suerte de varas que, hasta entonces,
morían como moscas despanzurrados por los toros. Y, al parecer, era
eso, más que la lidia, lo que los aficionados querían ver: el
sufrimiento y la matanza de los brutos. He asistido a muchas corridas
en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas
regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la
reacción del público es siempre la contraria.
En los toros hay una violencia que para
muchas personas, como Sánchez Ferlosio, es intolerable, algo
absolutamente digno de respeto. Sería un atropello brutal que alguien
quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y
abomina. Es menos digno de respeto, en cambio, que él y quienes
quisieran acabar con los toros, traten de privarnos de la fiesta a los
que la amamos: un atropello a la libertad no menor que la censura de
prensa, de libros y de ideas. Y tampoco es respetable la caricatura de
la corrida como una expresión de machismo y chulería en la que se
expresaría “el alma-hecha-gesto de la españolez”. No entiendo lo que
esta frase quiere decir, pero sí la intención que la mueve y ella es un
puro disparate. “La españolez” (una entelequia que expresaría la
esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en
segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas
de toros como sabemos muy bien que lo está España.
El artículo de Sánchez Ferlosio está
redactado de tal modo que, se diría, la “españolez” es algo que se
encarna solo en “los castellanos”, pues son estos, a su juicio, quienes
“se han puesto a reivindicar la alta culturalidad” de los toros.
¡Protesto! ¿Y los andaluces, vascos, gallegos, peruanos, colombianos,
mexicanos, ecuatorianos, bolivianos que defendemos la fiesta? ¿Y los
franceses, que han declarado la corrida un bien cultural de la nación?
La “barbarie” taurina tiene un arraigo mucho mayor que la geografía
castellana y llega, por ejemplo, hasta Suecia, donde, la última vez que
estuve en Estocolmo, descubrí una peña taurina con varios cientos de
afiliados.
Por otra parte, el artículo deja la
impresión de que, por haber prohibido los toros, los catalanes quedan
exonerados del oprobio barbárico. Protesto, otra vez. Conozco buen
número de catalanes tan aficionados a la fiesta como yo y sin duda él
mismo recordará que, cuando se discutía la prohibición, en el
manifiesto en defensa de los toros que apareció en Barcelona, entre los
firmantes figuraba buen número de artistas e intelectuales catalanes
de primera línea, entre ellos Félix de Azúa y Pere Gimferrer.
Sánchez Ferlosio vapulea a Fernando
Savater por “la poética nebulosidad de acento vaporosamente
zambraniano” de su ensayo sobre la muerte y la tauromaquia, y
ridiculiza a Ortega y Gasset por ese “excelso ortegajo” que, en su
opinión, fue afirmar que no se puede comprender la historia de España
sin tener en cuenta la historia de las corridas. Ambas recusaciones son
innecesariamente hirientes e injustas. Savater y Ortega han escrito
ensayos que ayudan a entender la complejidad de la fiesta, su entraña
sociológica, su reverberación tradicional y mítica, sus raíces
psicológicas y su valencia artística. ¿Qué hay de ridículo en utilizar
la perspectiva taurina para estudiar, por ejemplo, la filiación que
enlaza a España con la mitología de Creta y Grecia y llega, pasando por
Goya, hasta Picasso y García Lorca, en la que destaca como
protagonista la noble estampa del toro de lidia?
Pero, tal vez, para entender cabalmente
estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio
obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos
profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la
faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas
desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras
haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del
5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un
espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones
para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva
autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo.
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