jueves, 16 de agosto de 2012

La sociedad peticionaria


Héctor Aguilar Camín

El pedagogo del ciudadano peticionario a que me refería ayer, ha sido el gobierno paternalista que mira a su sociedad como hacia un reino de menores de edad a los que debe proteger, tutelar, y puede engañar, explotar.
 
Es una vieja tradición colonial presente por igual en las leyes de Indias y en el despotismo ilustrado: la noción de un gobierno que tutela, pero no rinde cuentas, que no tiene ciudadanía, sino súbditos, porque no es el administrador de la cosa pública, sino su dueño.
 


Es una idea de raíces feudales, anterior al espíritu de la democracia moderna, fundada en la reciprocidad de los deberes y los derechos del ciudadano individual.


El gobierno tiene que asumir la transparencia de transparencia y responsabilidad que le toca en ese pacto fundador de la vida democrática moderna. La ciudadanía tiene que asumir su relación con el gobierno como una calle de doble sentido en la que a cada derecho corresponde una obligación.


La noción de reciprocidad tiene que suplir los hábitos peticionarios. La cultura política democrática tendrá que desplazar los restos clientelares de la cultura feudal. Los límites del gobierno han de ser los que establezca la ciudadanía con su voto, pero también con sus impuestos y su conducta respetuosas de la ley, en el doble ejercicio de sus derechos y sus obligaciones.


México tiene un Estado que gasta como millonario y cobra como mendigo. Sus obligaciones son superiores a sus recursos. Tenemos un Estado de muchas responsabilidades y pocos ingresos. Buena parte de las desgracias económicas nacionales vienen de este desbalance. Tenemos que quitarle responsabilidades al Estado, o aumentarle los ingresos.


En esto, como en todo lo referido a las leyes y su cumplimiento, ningún gobierno podrá ser eficaz si los ciudadanos no cumplen su parte del trato.


Ningún gobierno puede obligar a toda su sociedad a cumplir sus obligaciones, pero ninguna sociedad tendrá un estado eficaz si no las cumple.


La sociedad debe cumplir las reglas que la rigen, si quiere regirse por la confianza recíproca que hace previsible la diversidad, y no por la discordia que la vuelve inmanejable.


La infracción de las leyes debe ser la excepción, no la regla, si queremos que la protesta misma tenga un piso sólido donde manifestarse.


Con todas sus imperfecciones, a pesar de todo, como vemos estos días, la democracia mexicana ha podido construir un piso resistente para albergar sin crisis mayores la protesta, la intransigencia, y hasta la deslealtad institucional. También, desde luego, el capricho y la tontería.

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